Opsímata

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Paseo por el jardín botánico de Singleton Park leyendo las placas de los bancos:

«DEDICADO A HAL KALKSTEIN 1930-1995: PADRE, HIJO, AMIGO, COMPAÑERO, CICLISTA Y EXCURSIONISTA, DE SU QUERIDA FAMILIA».

«EN MEMORIA DE ARTHUR JONES: ESPOSO, HIJO, PADRINO. LE GUSTABA VENIR POR AQUÍ».

Me paro delante de un tipo viejo sentado en un banco. Me mantengo en su campo visual para cortar una campanilla con cuidado, delicadamente, como lo harían las chicas de su juventud. Sé lo feliz que le hace a la gente mayor ver adolescentes a los que parecen gustarles las flores. Está sentado con las manos posadas sobre la entrepierna. Parece satisfecho consigo mismo; es primavera y acaba de despedir otro invierno. Hago un mohín y levanto las caderas. Afianzo todo lo que he aprendido acerca de determinados chicos modernos.

Cuando llego al recinto, evito los senderos adoquinados y cruzo por la hierba en dirección a las montañas de gofres de hormigón gris que albergan los colegios mayores universitarios.

En el colegio están empezando a hablar de la universidad. El señor Linton me dijo que, si me esforzaba en superar con nota los exámenes del título de secundaria, podía acceder a ese carril rápido que es la clase avanzada de historia, lo que me propulsaría por un tobogán acuático a una universidad importante, me canalizaría a un trabajo importante, me convertiría en mi padre.

Cuando los viejos dicen que la vida pasa rápidamente es solo para sentirse mejor. La verdad es que todo pasa en forma de incrementos diminutos tipo ahora ahora ahora ahora ahora ahora y al cabo de veinte o treinta ahoras consecutivos te das cuenta de que estás siendo impulsado directamente hacia un banco de Singleton Park. Pero hay que jugar limpio: si fuera viejo y me hubiese olvidado de hacer alguna cosa de la vida que mereciera la pena, pasaría esos años finales en un banco del jardín botánico, convenciéndome a mí mismo de que el tiempo pasa tan rápido que ni siquiera las plantas —que carecen de cualquier tipo de responsabilidad— tienen apenas oportunidad de hacer algo decente en la vida con la excepción, tal vez, de echar un par de flores rojas o amarillas y, con un poco de suerte e insectos, reproducirse. El viejo que consigue que las palabras «padre» y «esposo» aparezcan en la placa de su banco puede sentirse razonablemente orgulloso de sí mismo.

Recuerdo que cuando fui a ver El rey Lear en el Grand Theatre me fijé en que había algunos asientos cuyos respaldos estaban dedicados a ciudadanos y empresas locales. Tal vez sea eso lo que quiere Zoe. Su gran ambición es tener una placa conmemorativa en una de las butacas.

Al final todo es consecuencia de un problema de cronometraje. De haber tenido Zoe oportunidad de leer mi panfleto antes de cambiar de colegio, vete tú a saber dónde estaría en este momento; seguramente sería una de las chicas cuya fotografía aparece en el Evening Post por los resultados de sus exámenes.

Pero resulta que está exactamente igual, peor quizá. Dice mucho de la autoestima de una persona que su principal objetivo en la vida sea iluminar a las demás chicas.

Lo más probable es que en la mesa de control la mantengan fuera de la vista del público, enganchada a un gotero de salsa de carne. Los atenuadores de intensidad y los interruptores de su mesa de control son lo más cerca que alcanza a interactuar con el mundo exterior. Sumida en la oscuridad, Zoe contempla al actor principal cantando con la mirada puesta en los focos; sabe que está cantando para ella. Enciende el reflector, gradúa la intensidad con un dedo pringoso, y a continuación avanza a tientas más allá de su hinchada barriga, desliza la mano por debajo de la cinturilla del pantalón de chándal, que ha perdido toda su elasticidad, y magrea ese pedazo de fango empapado que conoce como sus órganos sexuales.

La cafetería del Taliesin está concurrida por un montón de padres de aspecto sano y expresión orgullosa. Bajo a la taquilla-yalavez-tienda-de-regalos-yalavez-museo, pregunto por la entrada que he reservado y le entrego a la mujer de detrás del mostrador la tarjeta de crédito de mi padre.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora