Quidnunc

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Es domingo. Mis padres se han ido a Gower a dar una vuelta. No me han pedido que fuera con ellos. No han dicho que me lo pasaría bien una vez que estuviera allí.

Jordana está tumbada bocabajo sobre la amplia alfombra turca, leyendo la última entrada de mi diario. Ha leído ya un tercio de la misma.

Yo estoy sentado en el taburete del piano, mirando cómo lee y pensando en el relativo mérito de ser un mentiroso convincente. Podría parecer un talento útil, pero tiene sus inconvenientes. Parte del proceso de parecer que dices la verdad consiste, en cierta manera, en creerte lo que dices. Y esto produce todo tipo de problemas.

Ayer, Jordana y yo cogimos juntos el tren para ir a Cardiff. Fue un poco romántico. No podíamos quedar ni en casa del uno ni del otro porque yo no quiero que conozca a mis padres, ella no quiere que yo conozca a los suyos y en la ciudad o en el parque habría demasiados amigos del colegio…, de modo que fuimos a Cardiff.

Hicimos planes para darle esquinazo al revisor escondiéndonos en el lavabo. Pero estábamos tan ocupados besándonos y sobándonos —no oímos ni el siseo de las puertas del vagón— que nos pidió el billete. Me inventé una historia y le conté que a primera hora nos habían asaltado y robado en High Street. Le dije que se habían llevado mi cartera, donde guardaba los billetes de los dos. Le dije que era el cumpleaños de Jordana y que mi regalo era llevarla a Cardiff. Jordana me daba mientras golpecitos en la pierna como queriéndome decir: «No te preocupes, nunca te creerá». Pero yo continué y le hablé de nuestra visita a la comisaría para denunciar el delito. Le mencioné una oficial de policía que nos había comentado que estaban viviendo una avalancha de atracos. Utilicé la palabra «avalancha». Jordana me pellizcó ligeramente el costado como queriéndome decir: «Déjalo ya». A punto estaba ella de aflojar el dinero de los billetes cuando yo rompí a llorar —lágrimas de hombre— y expliqué entre sollozos cómo uno de los chicos me había acercado un cuchillo al cuello. Al cuello, nada menos. Y el otro chico había dicho que iba a asestarle un navajazo a mi chica. El día de su cumpleaños. Y vaya acento irlandés que tenían. Me salió espontáneo, sobre la marcha. Me sentía auténticamente traumatizado.

Y a pesar de que le ahorré un billete de diez, Jordana apenas me dirigió la palabra durante el resto del día.

—La palabra «natillas» siempre me hace pensar en cáncer —dice—. No sé por qué.

Está leyendo mi receta.

—A lo mejor es que los tumores están hechos de eso —dice.

No me encuentro bien.

En el diario finjo que el episodio de la mano pegajosa de Keiron no es más que otra de mis ridículamente imaginativas mentiras. Es una especie de doble farol. Algo que sucedió de verdad, aunque en ningún momento dije todas aquellas sofisticadas palabras. Los niños de siete años no entienden palabras como «gélido».

Uno de los trucos que utilizan los maestros para romper el hielo cuando se enfrentan a un nuevo grupo de alumnos es el siguiente: cuéntame una cosa sobre ti que sea verdad y otra que no lo sea. Y siempre me pongo celoso de la gente que ha hecho en su vida cosas tan remarcables que das por sentado que son mentira. Abby King quedó segunda en Junior Masterchef. Cierto. Tatiana Rapatzikou estuvo en el Circo Ruso. Cierto. Yo no puedo decir que mantuve relaciones sexuales con un niño de siete años. Me obligarían a hablar con Maria, la psicóloga del colegio.

Jordana recorre la página con el dedo índice. Está a punto de llegar a la confesión. Mi cara va calentándose. Engañar a Keiron para que me bajara la cremallera del pantalón es lo peor que he hecho en mi vida, hasta la fecha.

Últimamente he estado dándole más vueltas a la teoría de la disonancia cognitiva de Leon Festinger. Pienso en mí como si fuera un huevo perfecto. Y aun así, el incidente con Keiron es la conducta de un huevo malo: una mancha de sangre en la yema. Poseo el tipo de cerebro que es capaz, si le conviene, de olvidar las cosas o de fingir que algo ha sido un sueño. Seguramente me sería más fácil creer que aquel suceso nunca ocurrió.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora