El viento helado de febrero golpeaba el rostro de Charlotte con fuerza. Levantó sus faldas para correr tras la plebeya, pisando así la nieve mugrosa de la calle. Era extraño ver lo sucia que estaba en comparación con el blanco inmaculado de los jardines del Palacio.
Su dobladillo quedaría arruinado. Qué desastre.
Al menos eso es lo que pensaba Zoya entre sus constantes quejidos sobre el barro en sus zapatos y lo congelada que estaría al volver a Tsárskoye Seló. A pesar de que la rusa no había puesto demasiados reparos en acompañar a la señorita de Langlois, sus gruñidos de aburrimiento y cansancio comenzaban a hacerse notar. En especial cuando la francesa se dio cuenta de que había perdido el rastro de la amante de Oleg.
—Si me hubieras mencionado que terminaríamos extraviadas en medio de los barrios bajos de la ciudad, habría traído un abrigo más grueso —refunfuñó Zoya—. Para la próxima vez, tendrás que venir a pedir medidas para tus vestidos tú sola. No pienso hacer esto de nuevo.
No podía explicarle que su futuro pendía de un hilo, cuyo destino solo estaba en manos de la chica a la que perseguían. No podía hacerlo sola. No tenía el tiempo para contemplar sus posibilidades, siquiera. Sin la ayuda de ella, moriría tarde o temprano.
Rezaba a Dios para que su madre estuviese en lo correcto y que ella fuera Violette de Rubin. Si no era así..., bueno, habría sido una pérdida de tiempo bastante estúpida.
—Podrías ayudarme —replicó Charlotte con cierta irritación—. De todas formas, tú eres la que ha vivido en San Petersburgo por más tiempo.
—Oh, ¿tú crees? Nunca había visitado los barrios bajos. Deberías haber traído tu pistola.
Su interlocutora enmudeció al instante. La señorita Ananenko solo se limitó a replicar levantando su perfecta ceja derecha con exasperación.
—¿Crees que cuando robé la carta de tu madre dejé todo sin revisar? No me hagas reír, Charlotte. Tienes una pistola, y no era precisamente de caza. Te sometería a un interrogatorio en este mismo momento, pero me temo que si nos quedamos un minuto más aquí paradas, los campesinos van a robarnos todo lo que tenemos.
Tenía razón. La gente a su alrededor comenzaba a observarlas. De seguro no era común ver a dos nobles de la Corte de Catalina paseando por los arrabales de la ciudad; en medio de calles que apestaban a animales, orina y sudor, comparado con el aroma a rosas y jabón que se respiraba en ellas. De algún modo, le recordaba a París en las pocas veces que se dignaba visitarla.
—¿Hacia dónde vamos, entonces? Con esta pausa, seguro que ya perdimos a la amante de tu prometido.
Aquellas palabras hormiguearon en la punta de su lengua al decirlas. No se sentía a gusto con que Zoya ignorara el asunto con tanta naturalidad, considerando que ella parecía bastante enamorada cuando la rubia llevaba tan solo un día en el Palacio. Quizá la bofetada que había recibido había cambiado sus emociones hacia el señor Sutulov. Quizá nunca había sido nada. Quizá todo era una vil mentira, y la señorita Ananenko era la mala en su pequeña historia de amor.
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Los grandes © [DNyA #1]
Ficción históricaCharlotte quiere ser libre. Es una pena que los que pelean por la libertad quieren matarla. 1789. Con el estallido de la ahora llamada Revolución Francesa, la familia de Charlotte de Langlois escapa a Inglaterra, intentando evitar la muerte segura q...