XVI: Que una dama se meta en tus aposentos no es buen augurio

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Leonid sabía que no había hecho nada malo

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Leonid sabía que no había hecho nada malo. ¿Por qué, entonces, se sentía como una mierda?

Había hecho algo bueno. Sus acciones salvarían el trono, por muy falsas que fuesen. Pero en su interior sabía que estaba negándole a su mejor amigo la única oportunidad de contraer matrimonio.

Era indudable que todos creían que Sergéi Bezpálov era un torpe, deshonrado, imbécil, alcohólico... en resumen, un mal partido. No habría dama rusa en la Corte que desconociera la reputación que le precedía. Nadie se casaría con él... excepto, quizá, Charlotte de Langlois. Y Leonid le había arrebatado esa posibilidad.

Fuera o no cierto, la señorita de Langlois lo creería así. El horizonte de su futuro se veía sombrío y aburrido para el ruso al casarse con una extranjera, pero eso era preferible sobre perder la vida acusado de traición.

Sí, eran muy agradables las cosas para un asesino bajo el mando de la Emperatriz. Leonid disfrutaba cada segundo.

Como si su semana no estuviese yendo de mal en peor, aún no se recuperaba del asesinato que había perpetrado tres días atrás. No, nunca se recuperaría de todas las vidas que habían cometido el error de desconfiar en el gobierno de la gran Catalina; el error que les había llevado a la muerte.

Temía estar convirtiéndose en un monstruo, y no podía decírselo a nadie. Su humanidad parecía sucumbir con lenta y dolorosa agonía silenciosa.

Solo esperaba no encontrarse con Sergéi. Él conocía todos sus secretos, y no soportaría omitirle la pequeña confesión amorosa.

Y con respecto a la señorita de Langlois... Tendría que pensar en algo, y rápido. No iba a declarar un amor ardiente. Supuso que Zoya ya le había contado sobre todos los recovecos de su carácter.

Aquello solía exasperar a Leonid y le hacía arrepentirse de haberla cortejado dos años atrás. Sin embargo, no iba a negar que ese par de años que estuvieron prometidos fueron los mejores de la corta vida del hombre, antes de que la verdadera personalidad de la señorita Ananenko estallara en su máximo esplendor.

Reflexionaba sobre esto mientras paseaba por la antecámara de sus apartamentos, mientras esperaba que su almuerzo fuese servido. La servidumbre le miraba con silencioso terror, pero poco le importaba. No debían meter sus narices a asuntos que no les concernían.

Al menos estaba solo. Sus apartamentos habían sido separados de los de su madre varios años atrás, lo cual era un alivio. De estar unidos, Leonid tendría que condenarse a ver a su madre en ropa interior acompañada de una de sus numerosas amantes.

—Mi señor —anunció una de las criadas—, la señorita Zoya Ananenko se encuentra en la puerta.

Oh, no. Tenía un mal presentimiento si es que Zoya venía a verle. Ella no era precisamente vacía de mente, y habiéndole conocido por tanto tiempo podría haber deducido que algo no calzaba en su declaración de amor. Oh, Zoya, algún día meterte donde no debes hará que te maten.

Los grandes © [DNyA #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora