X: Paseos, desilusiones y una dosis de chistes malos

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Sergéi no recordaba la última vez que había recorrido Moscú con una mujer que no fuese Nadezhda

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Sergéi no recordaba la última vez que había recorrido Moscú con una mujer que no fuese Nadezhda. Ahora, Leonid le había aconsejado mostrarle la ciudad —la cual desconocía casi por completo, aparte del Palacio de Invierno y la avenida Nevsky— a una dama de la que no sabía casi nada.

Se sentía avergonzado desde la noche anterior. Ya había sido lo suficientemente torpe como para haberse caído bajo las faldas de Charlotte de Langlois. No, no era muy bueno para las primeras impresiones.

Después de ello, la partida de cartas había sido un suplicio. Y ahora se encontraba frente a ella, y estaba tan cerca que podía oler el aroma a maquillaje, fresas y perfume.

—¿Os ha gustado Rusia? —preguntó el joven, intentando romper el silencio reinante.

—Por lo que he visto, sí —asintió la señorita de Langlois con timidez—. Aunque eso no va mucho más allá del Palacio. Además, creo que extraño demasiado mi hogar como para disfrutar al completo de esta ciudad.

—¿Inglaterra o Francia, señorita?

Al instante, supo que había metido el dedo en la llaga. Los labios se cerraron de golpe, y de su rostro y su mirada esmeralda se borró toda expresión. La incómoda y tensa calma solo era interrumpida por el golpeteo de las patas de los caballos contra la fría calle.

—No sé a qué os referís.

Sergéi no quiso indagar. Ya lo había arruinado todo y estaba decidido a no agravarlo aún más.

—¿Cómo está vuestra prima? —preguntó, la preocupación audible en su voz.

—¿Cómo decís?

—Vuestra prima, la señorita Ulianova. Cuando prorrumpisteis en el salón antes de la partida de cartas mencionasteis que le habían disparado.

El joven recordó la advertencia de Zoya cuando lo dijo, y se imaginó en la situación de la señorita de Langlois. Si hablaba de disparos, asesinos y muerte —y, considerando que había presenciado el cuerpo inerte de Igor Vasiliev—, no se llevaría una muy buena imagen de su país.

—No era nada —afirmó con rapidez—. Me temo que mi prima es bastante torpe con sus trabajos de bordado, y se había enterrado la aguja de modo que tenía mucha sangre.

—Oh. En ese caso, espero que su dedo se encuentre bien.

Su interlocutor estuvo a punto de responder, pero fue interrumpido por la detención del carruaje. El conductor abrió la puertecilla y ofreció la mano.

—Señorita de Langlois.

Ella aceptó la mano con gusto y bajó con gracia del transporte. Sergéi, por su parte, no fue ayudado, y su pie tropezó con el escalón. Por fortuna, no cayó al suelo como había ocurrido días atrás con Nadezhda.

Los grandes © [DNyA #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora