XXVI: Tienes problemas si curioseas con el prometido de tu antigua novia

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Leonid no sabía cómo expresar el sentimiento que estaba atravesando en ese momento

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Leonid no sabía cómo expresar el sentimiento que estaba atravesando en ese momento. Si debía ponerlo en palabras... No, solo podía decir que una crisis amenazaba con hacerle perder la confianza en todo lo que le rodeaba. Ni siquiera sabía si eso le pasaba al resto de la gente, pero de seguro se acercaba a la realidad.

Contempló la ensangrentada punta de su daga. No se había molestado en limpiarla; solo se había sentado allí, el arma con la sangre de Charlotte de Langlois en sus manos, reflexionando en el vacío.

Debía estar mintiendo. No era posible que se hubiese equivocado tanto. Aunque, por otro lado... había sido Grigori Deznev quien había dicho que ella era la conspiradora y, por consiguiente, debía ser asesinada.

No confiaba en aquella francesa. Detrás de ese rostro inocente se escondía una persona extraña. ¿Por qué evitaría tanto un compromiso si estaba tan desesperada por casarse que viajó a la Corte Rusa? No, en definitiva era la culpable. ¿De qué? Tendría que descubrirlo.

Pensándolo bien, también debería haber desconfiado de Deznev. Dios, odiaba todo el asunto. ¿Por qué no podía vivir la vida de un cortesano normal? Tal vez, si nada del asunto de Nikita hubiese ocurrido, estaría casado... y probablemente su esposa sería Zoya. Tan solo pensarlo ya se sentía extraño.

Lo único bueno de ella era que sabía cada retazo de información en boca de la Corte. No había quedado como un odio mutuo —al menos no completo— el desenlace de su compromiso; quizá podía comenzar por preguntarle a ella. Con suerte, sabría de algún comportamiento sospechoso o algo así.

No obstante, sus juicios no serían muy confiables. Si podía pensar que una amistad era en realidad un apasionado romance o que toda la gente estaba rodeada de teorías conspirativas, su visión no sería de mucha ayuda.

Se puso de pie, la indecisión disipada por un momento. Zoya era la solución. De alguna forma, ella siempre encontraba el modo de serlo.

Guardó la daga en el interior de su chaqueta. Eso había sido, quizá, su única fuente de seguridad en los últimos dos años. Todo a su alrededor se había vuelto algo en lo cual desconfiar, pero tener un cuchillo a mano —y, lo más importante, saber manejarlo— con el cual pudiese defenderse le infundía algo de valor.

El pasillo estaba desierto; bastante raro para aquellas horas. Debían de ser las siete de la tarde, lo cual significaba que la gran mayoría de cortesanos aún seguía en partidas de cartas.

A pesar de que las habitaciones de la señorita Ananenko quedaban al otro lado del ala oeste del palacio, él conocía bien el camino. Aquel laberinto de ventanales y pasillos no le era complicado. Siempre había estado fresco en su memoria desde que Sergéi, Zoya y él eran unos niños.

Dobló finalmente en el corredor en el que se encontraban los aposentos de la dama. Una pareja a su lado se besaba con pasión. No le habría importado... de no ser porque reconoció a ambos.

Los grandes © [DNyA #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora