VEINTICUATRO

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El sábado siguiente, en cuanto me instalo en mi puesto de trabajo, Jordyn

se acerca con parsimonia y tira un libro al mostrador, delante de mí.

O no ser: una colección de notas de suicidio, firmado por Marc

Etkind.

—Pues... gracias —digo.

—Te lo traje por... No todas son perlas de sabiduría. En parte es

fascinante —desplaza los pies sin moverse del sitio como hace cuando

está nerviosa—. Olvídalo. Fue un error.

Alarga la mano para rescatar el libro, pero yo lo retengo.

Ambos sostenemos el volumen y también la mirada, con intensidad.

Puede que esté esperando a que la bese, pero si me equivoco... O tal vez

sólo pretenda leerme el pensamiento, averiguar hasta qué punto me he

ofendido porque me haya traído un libro sobre notas de suicidio.

¡Me regaló un libro sobre notas de suicidio!

Una pequeña sonrisa

asoma a mis labios. Me pregunto si el doctor Dave se refería a esto

cuando hablaba de sentimientos. Porque me encanta que me haya

comprado esa clase de libro. ¿En qué cabeza cabe que algo así sea un

detalle? Y sin embargo lo es.

Y ella es tan guapa... Tiene los ojos

rasgados, café oscuro con motas doradas, y una melena negra, abundante

y lustrosa, que se le derrama por los hombros justo hasta el nacimiento

del pecho. Y ese labio superior tan generoso... El tipo de labio que te

apetece mordisquear.

No sabría decir cuánto rato llevo sujetando el libro. He perdido por

completo la noción del tiempo. Acaricio la portada con el dedo hasta

encontrar el suyo. Si no lo aparta ni suelta el volumen, lo interpretaré

como una señal.

No desplaza el dedo, salvo para acariciar el mío. Mi respiración se

acelera. Ese contacto mínimo ha bastado para que me chisporrotee todo el

cuerpo. Tiro del libro para atraerla hacia mí y desplazo la vista de sus ojos

a sus labios y luego hacia arriba otra vez.

Ella se humedece el labio

inferior. Yo me inclino hacia delante. Me siento como si me hubiera

tragado un huracán.

Observo sus labios hasta que estoy tan cerca como para sentir su

aliento contra mi rostro. Cierro los ojos, deseoso de memorizar hasta la

última sensación. Nuestras narices se rozan y mi corazón se desboca.

Oigo

abrirse sus labios y noto cómo alza el rostro para aproximarse.

Y entonces suena el teléfono. Nos apartamos de un salto, como dos

niños a los que hubieran pescado jugando a los médicos. Y sucedió en el

Después De TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora