SIETE

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—Tengo otro trabajo —le explico a Marcus por enésima vez mientrasbusco al mesero con la vista. Me gustaría tener las manos ocupadas.Además, estoy sediento.

—¿Sí? —Marcus hace girar el portavasos de cartón. Noto que no mecree. 

—Estoy trabajando para un fotógrafo que trabaja por Santa Fe. 

—¿Les traigo un refresco, caballeros? —una pelirroja pizpireta ybajita se ha acercado a nuestra mesa—. 

¿O un aperitivo?—Para mí, un número de teléfono —le suelta Marcus todo dientesblancos, en pleno despliegue de encanto. 

—Sólo agua, gracias —digo yo.La mesera me dedica una sonrisa de agradecimiento.

 —Y una coca-cola junto con el número —le grita Marcus.La mesera no le hace ni caso. Marcus se rasca la nuca y agacha lacabeza. 

—Ay, amigo —dice para cambiar de tema. Mueve los hombros paradesentumecer los músculos de la espalda—. 

Esta temporada está siendo unhorror. No tienes ni idea. Todo se fue al carajo desde que lo dejaste. 

—Seguro que exageras. Pero gracias por el sentimiento de culpa, detodas formas.Miro la puerta. Si la conversación va a tomar estos derroteros, mehabré largado antes de que me traigan el agua.

—Es que... el futbol era, no sé, tu vida, viejo. ¿Cómo puedes dejarloasí...?

 —Yo no... —inspiro hondo e intento relajar la mano. He cerrado elpuño bajo la mesa. Una imagen de agua rosada, piel pálida, sangre cruzami mente—.

 Ya te lo dije. Tengo que trabajar.

—Tyler, tú...—¿Ya saben lo que quieren?La mesera. Gracias a Dios. Deposita las bebidas ante nosotros. 

—Sí, yo tomaré la quesadilla de pollo —digo. Si pido algo paracomer, no sentiré tantas tentaciones de irme molesto.

 —¿Para cenar? —se mofa Marcus—. Con eso no tienes ni paraempezar.Querría matarlo por haber dicho eso delante de otras personas. No seda cuenta de que pedir una quesadilla supone un gran esfuerzo para mí. Lomiro en plan cierra el pico.

 —Okey, yo quiero una hamburguesa mediana con jalapeños y papasfritas. Y tráenos también un plato de aperitivos variados —pide Marcus. 

Después del desplante de antes, se comporta con simpática normalidad. Esun alivio.Me gruñe el estómago ante la mera mención de una hamburguesagrande y jugosa. Me planteo si dejar pasar la comida y recurrir a misreservas de emergencia. No. No puedo hacerlo. Ya me comeré unos fideoschinos al llegar a casa si todavía tengo hambre. ¿A quién quiero engañar?Pues claro que tendré hambre.Cuando la mesera se va, Marcus cambia de postura con aireincómodo antes de soltar lo que tiene en mente. 

—No habrás pedido eso porque andas bajo de fondos, ¿verdad?Noto un cosquilleo en la cara. Detesto hablar de dinero con Marcus.Su familia está forrada. No entiende mi situación.

—Amigo. Yo invito, ¿va? —se ofrece—. Pide una cena como Diosmanda ahora mismo. 

Llamaré a la muñeca de nuevo.Le hace un gesto a la mesera, que está a punto de teclear nuestropedido.  

—Marcus, no. No quiero que me invites a cenar. Esto no es unamaldita cita.No me hace caso y, cuando la chica se acerca a nuestra mesa, le dice: 

—Anula la quesadilla y anota dos hamburguesas con jalapeños. Yotra coca-cola.Ahora estoy como un tomate. Miro fijamente las burbujas que flotanen el vaso de su coca-cola.

—Claro —responde ella antes de regresar al monitor.  

—No exagerabas cuando decías que tu padre te obligaba a trabajar,¿no?Cualquier rastro de la chulería habitual de Marcus se ha esfumado.Esto es lo más parecido a una conversación en serio que hemos mantenidodesde... Y en mitad de una maldita hamburguesería.Sacudo la cabeza para decir que no. 

—Tyler —suspira—. Pensaba que todo eso eran excusas porque elfutbol te... yo qué sé. Si el problema es el trabajo, estoy seguro de que elentrenador podrá arreglarlo con tus jefes.Vuelvo a mirar la puerta.

 —Háblame, viejo —me pide, inclinándose hacia la mesa. 

—No sé qué quieres que te diga, Marcus. No tienes ni idea de lo quesupone pasar todo el día en la escuela y después tener que trabajar lobastante para pagarte la comida, la gasolina, la ropa e incluso el putopapel higiénico porque tu padre es un reverendo idiota que odia mirarte elrostro porque le recuerda al de su esposa que se suicidó. 

 Es imposible queentiendas que, cada vez que piensas en el futbol siquiera, lo único que teviene a la mente es que nunca jamás volverás a ver el rostro de tu mamáentre la multitud, animándote.  

No creo que entiendas lo que significaafrontar el resto de tu puta miserable vida sin una persona a la que leimporte un carajo lo que vaya a ser de ti.Respiro hondo e intento pensar en otra cosa.

 —¿Podemos cambiar de tema? ¿A quién te estás tirando esta semana?Marcus me mira a los ojos y, durante un segundo, veo compasión enellos, pero se rehace y me habla de Doce. 

—Creo que haces muy bien no atándote a una chica —opino. 

—Qué dices, viejo. Sheila es alucinante. ¿De qué hablas?

 —No sé. Tengo la sensación de que... no sé... de que ya no es lomismo. 

—Bueno, pues claro. La gente cambia.Bebe un trago gigante.

 —Ya lo sé. Y seguramente yo he cambiado más que nadie, pero meparece que ya no estamos bien juntos. 

—Bueno, tú piénsalo dos veces antes de hacer ninguna tontería.Sheila se ha portado bien contigo. Por lo menos se merece eso.Suspiro. 

—Tienes razón. Y sé que se ha portado bien conmigo.Hasta que mi madre murió y ya no supo cómo actuar, pero me locallo. 

Tras la mejor hamburguesa que me he zampado en mi patética vida,Marcus toma la cuenta sin pronunciar palabra.

 Y yo no protesto porque:

 A)no me lo puedo permitir.

B) la hamburguesa estaba fenomenal.


Después De TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora