TRES

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Mi padre dejó la cocina hecha un asco antes de echarse a dormir la siestaayer por la noche, y ahora me toca a mí limpiar toda la porquería de loshornillas antes de poder prepararme un desayuno decente. Por lo menos,se acordó de apagar la estufa.

 En circunstancias normales procuraría no hacer ruido —mejor noremover el avispero y todo eso— pero su coche no está en la entrada. Loque significa que tendré que llevarlo al autobús antes de ir a la prepa.Quiero despertarlo de la manera menos conflictiva posible, de ahí losgolpes y los cacerolazos. 

Por fin, sale a tropezones de su cuarto con aspecto de no habersepeinado y de haber dormido con la ropa de ayer. Hago caso omiso delbombardeo de insultos que me masculla mientras agarra el subway detocino y huevo que me preparé para mí y se encamina a mi coche. Aún nose le ha pasado la borrachera. El viaje va a ser divertido.

Emana tanto aliento alcohólico por todos los poros del cuerpo quetodo el coche apesta, como si hubieran derramado una botella de whiskysobre los asientos. Guarda un silencio poco habitual en él. Eso me ponemás nervioso que si llevara todo el camino moliéndome. El silenciosignifica que está pensando y eso nunca augura nada bueno.

 Empiezo a pensar que llegaremos al final del trayecto sinintercambiar palabra, pero unas cinco manzanas antes de alcanzar eldesvío que conduce a la estación de autobuses, consigue por fin ordenarsus pensamientos.

—¿Sabes qué? En realidad ella no quería tener hijos —me miraaguardando mi reacción. Lo noto—. Las cosas nos iban de maravilla hastaque llegaste tú y lo jodiste todo. 

Ya me ha dicho antes ese tipo de cosas. No voy a darme por aludido. 

—¿Me oyes? Aún seguiría aquí de no ser por ti. Estoy seguro. 

Aferro el volante con fuerza mientras me imagino que estoyestrujando su cuello.

—Iba a ser una gran abogada, pero tuvo que dejarlo para cuidar de supequeño bastardo de mierda.

Sopeso si señalarle que, puesto que estaban casados, no se me puedeconsiderar un bastardo, pero sólo serviría para darle munición. 

—Te crees muy listo, ¿verdad? Lo tienes todo controlado —se ríecon amargura—. No sabes una mierda. Uno nunca sabe cuándo apareceráun pequeño bastardo de mierda para arruinarle la vida.—Bueno, por lo menos te proporcioné una buena excusa paraconvertirte en un borracho amargado y psicótico —murmuro.Noto un restallido en la mejilla y el oído me empieza a zumbar. Elcoche da un bandazo y está a punto de golpear a una furgoneta azul, quetoca el claxon. Ni siquiera lo vi mover las manos.

—¿Intentas matarme a mí también, cabrón? —pregunta.Me concentro en el latido de mis sienes y bloqueo el paso a suveneno. Cuando llego a la estación de autobuses, aprieto los frenos contanta fuerza que su cabeza por poco se estampa contra el tablero. Pordesgracia, sus reflejos son mejores de lo que yo esperaba; tiende la manoa tiempo de evitar el golpe. 

—Será mejor que vayas con cuidado —me advierte. Luego sale y setambalea hacia el banco de la parada, sin cerrar la portezuela del coche. Sujefe tiene más paciencia que un santo. O puede que mi padre lo tenga bienagarrado por algo. O quizás cuando tiene la cara enterrada bajo un cascode soldador, a nadie le importa un carajo. 

Clavo el pie en el acelerador. El súbito impulso cierra por sí solo laportezuela del pasajero. Estoy temblando. Estoy furioso. Aporrear eltablero me alivia un tanto.

Llego tarde a la escuela y me toca estacionarme al fondo, lejos de laentrada. A mitad de camino, me palpo el bolsillo por costumbre, buscandoel teléfono. No está. Seguramente lo olvidé en el coche, pero ya casi llegoa la puerta del edificio. Al diablo.

Después De TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora