DOS

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La psicopedagoga me encuentra antes incluso de que entre en la primeraclase del día. Sigo su saltarina coleta amarilla hasta una pequeña zona dedespacho, pasando junto a la sucesión de miradas compasivas que melanza el personal administrativo del centro. 

 La señora Ortiz se sienta enfrente de mí, la cabeza ladeada conademán preocupado, los ojos prácticamente inundados de lágrimas. Se merevuelven las tripas. Es posible que los huevos y la salchicha de estamañana reaparezcan en la mesa de su escritorio. La idea casi me arrancauna sonrisa.

—¿Cómo estás, Tyler? .

—Vengo invadido de aflicción —murmuro. 

Una mirada de extrañeza sustituye durante un instante su expresión compungida.

 —Sueño de una noche de verano. ¿No conoce la obra? Es muy buena. Debería leerla. Creo que la escribió un tipo inglés.

 Esboza una sonrisa tolerante. Luego vuelve a lo suyo.

 —¿Necesitas ayuda?Dudo mucho de que usted sea capaz de ayudarme, señora. Me encojode hombros. 

—Tyler, cariño —la expresión apenada ha vuelto—, no pasa nada por pedir ayuda. Te puedo recomendar... 

—Ya tengo psiquiatra. Tuerce la cabeza hacia el otro lado. No me cree.—David Adelstein —apunto. Frunce el entrecejo como si rebuscara en la memoria, como si todos los psiquiatras, psicoterapeutas y putos psicopedagogos se conocieran entre sí y ahora tratara de ubicar al mío. 

—Le daría su número, pero...

 Primero tendría que torturarme. Se yergue en el asiento. Salta a la vista que está molesta, pero hace esfuerzos por conservar su expresión de "educadora preocupada por un alumno cuya madre se ha suicidado"

—Tengo entendido que la señora Hickenlooper te expulsó ayer de clase.

 Asiento.

—¿Podrías explicarlo?

—Preferiría no hacerlo.

Su mandíbula se crispa apenas.

 —Bueno, en tu, eh, situación, estamos dispuestos a ser algo mástolerantes de lo habitual, pero, por favor, procura no tentar a la suerte.

—Entendido —replico como si dijera: señor, sí, señor..

 —Tyler, ¿por qué no me hablas un poco de lo que pasó con... ya sabes? A lo mejor, si lo hicieras, sabría mejor cómo ayudarte. Sus ojos vuelven a mostrar esa estúpida expresión acongojada. 

—Mi madre se suicidó. No sé qué más quiere saber. 

—¿Dónde estabas tú cuando...?Por Dios. Ni siquiera es capaz de pronunciar las palabras.

—Jugando futbol. En los entrenamientos de verano. 

—¿Cómo te enteraste? 

—Me lo dijo mi padre. 

Eso es mentira, pero jamás le contaré que me marché del entrenamiento para ir a buscar a casa el protector de rodilla y un analgésico, pero se me había acabado el ibuprofeno y entré en el baño de mi madre para echar un vistazo a su botiquín. Fue entonces cuando la encontré flotando, desnuda y sin vida, en una tina llena de agua rosada, y vi la sangre que aún le goteaba de la muñeca al enorme charco rojo que se extendía en el suelo. Ni tampoco le diré que saqué a mi madre de la tina e intenté reanimarla. Que su cuerpo aún estaba caliente. Que la tina todavía humeaba. Que si hubiera llegado a casa cinco minutos o tres o quién sabe cuántos minutos antes, quizás habría podido detenerla, salvarla. Sólo existe una persona que está enterada de todo esto: el doctor Adelstein. Y únicamente un puñado de gente sabe siquiera que yo la encontré: los técnicos sanitarios, los policías, la trabajadora social y mi padre. No puedo soportar cómo me trata todo el mundo y, si se enteraran de que fui yo quien la encontró, sería... Bueno, seguramente tendría que suicidarme.

Después De TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora