TRECE

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El viernes por la mañana, mientras espero el autobús, un coche se detiene en la esquina. Se trata de una camionetita cinco puertas plateada, con los cristales oscuros. 

El conductor baja una ventanilla y alguien grita mi nombre por encima de una horrible música emo. 

—Puto Tyler Blackwell —vuelve a gritar la voz—. 

Sube antes de quecambie de idea.Es Jordyn.¿Cómo carajo sabía que iba a tomar el autobús escolar? 

—Sube —se baja las gafas de sol y me mira hasta que la obedezco—.

 Un veterano acudiendo a la escuela en autobús es lo más patético delmundo. Ni siquiera tú te mereces semejante humillación.Supongo que le ha gustado la chamarra.

 Esto debe de ser lo másparecido a una frase de agradecimiento que me va a dispensar. Echo unvistazo al asiento trasero y veo la chamarra tendida con cuidado sobre sumochila, que descansa encima de un montón de, no sé, ¿artículos de bellasartes, quizás? Su coche es un desastre. Casi como si hubieran soltado aHenry aquí dentro.

 No me lo imaginaba así.Tras estacionar el coche en su lugar de costumbre, apaga el motor yme dice: 

—No vayas a creer que ahora me caes bien. Sigo pensando que eresun grandísimo tarado.Dicho eso, se apea del coche y cierra de un portazo, pero es lobastante lista como para dejar la chamarra en el interior. 

Me echo a reír. 

No podría haber imaginado una reacción másperfecta.Cuando salgo al pasillo para ir a comer, unos cuantos chicos del equipodoblan la esquina, pendientes de cada palabra que sale de los labios deBrett.

 —Hay que ver qué bajo han caído algunos —escupe con desprecio—. 

 Yo me suicidaría si tuviera que venir a la escuela en autobús.

 Sólo otro chico se atreve a reírse de la broma, pero se calla de golpecuando me ve. Parece avergonzado.Durante un instante, todo se sume en un extraño silencio.

 Tenso laespalda y aprieto el puño. Recurro a toda mi fuerza de voluntad para irmesin reaccionar. No estoy seguro de por qué esas palabras me han puestotan furioso, pero disfruto con esta sensación de pura rabia. 

Quizás demasiado. 

 Cruzo la puerta como si me encaminara a mi coche pero no me detengo. No dejo de andar hasta llegar a la puerta de mi casa. 

He tarda no más de una hora, hace un calor asfixiante y estoy sudando y regodeándome en la desagradable sensación. Sigo tan alterado, incluso después de haber caminado durante una eternidad cargado con la pesada mochila, que decido llevar a Capitán a correr un buen rato por la sin mediaciones de las Red Rocks. 

Por mi ruta favorita; la que descubrí con mi madre. La que inspiró nuestra tradición de hacer una excursión a la zona cada verano. Estampando los pies contra la tierra rojiza, empiezo a recordar uno de los últimos partidos de la pasada temporada, cuando corrí trestouch down, incluido el de la victoria. Sonrío y, al hacerlo, pierdo el paso. 

He llegado al árbol, a nuestra roca. Mi mamá y yo a menudo comía mosaquí, mirando las peñas rojas, admirando su particular inclinación como montones de polvo a medio barrer, observando cómo un árbol por aquí yo tro por allá se las ingeniaban para crecer en los lugares más inauditos.La primera vez que recorrimos esta senda comentó que sería el sitio ideal para una cita romántica.

 Sin embargo, yo sólo la traje a ella.

 Y a Capitán,que acabará por tragarse la lengua o algo así de tanto que jadea. Me agacho y vierto agua en el cuenco plegable amarillo; otra cosa que me recuerda a mi madre. Me regañó por haber salido a correr con Capitán sin llevar ningún cazo para darle de beber —incluso nos peleamos por eso—y al día siguiente, cuando volví a casa del entrenamiento, encontré este cuenco sobre la encimera.

Después De TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora