DIECINUEVE

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Jordyn me insistió en que hoy miércoles fuera a la prepa. Dice que doymiedo y que nadie se atreverá a hacerme preguntas acerca de la pelea. 

Acordamos que vendría a buscarme, pero le pedí que me recogieraen la esquina; no quiero arriesgarme a que sufra un encontronazo con mipadre. 

—Parece que la hinchazón bajó —me dice cuando entro en el coche. 

—Ni lo he visto. De todas formas, no puedo hacer nada.Estaciona el auto y busca algo en el asiento trasero. No consigueabrir el bolso y prácticamente se encarama sobre el respaldo para alcanzarel cierre. Es gracioso contemplar cómo gruñe y se retuerce. Si alguienpasara por aquí en este momento, podría admirar una bonita vista de sutrasero. 

—¿Necesitas ayuda? —le pregunto. 

—Ya está.Cuando vuelve a sentarse, lleva un estuche de maquillaje en la mano. 

—No. Más maquillaje, no.

 —Calla. No se notará.Suspiro resignado. Cuando llegue a la escuela me lavaré la cara y enpaz.El estuche alberga algo untuoso. Jordyn frota el dedo y, con cuidado,me lo aplica debajo de la ceja. 

—Mmm.Rebusca en el bolso otra vez y esta vez saca... ¿labial?Desenrosca la tapa y extrae una varita empapada de un líquido oleosode color beige. La usa para darme unos toques en la ceja y esparce elfluido con el dedo.

—Ya está —baja la visera para que me mire en el espejo. Lainflamación sigue ahí, pero ya no es tan aparatosa. Y ni siquiera pareceque esté maquillado. 

Gracias —le digo—. Tenías razón. 

—Siempre tengo razón, Tyler. A estas alturas, ya deberías saberlo —arranca el coche no sin antes sonreír con aire de suficiencia.Mientras hacemos una espantosa cola para entrar en elestacionamiento, admiro de nuevo su obra en el espejo retrovisor. 

—Esto se te da bien.

—Gracias.—Pero ya sabes que no lo necesitas, ¿no?La piel se le pone roja hasta las orejas. 

—O sea, si a ti te gusta llevarlo, allá tú, pero no te hace ninguna falta.Siempre has sido muy guapa. 

Por Dios, cállate ya.Tamborilea en el volante con los dedos. La situación se tornóincomodísima. 

—Mira, no te estoy tirando los perros ni nada. Sólo constato unhecho. Eres guapa —insisto.Entonces me mira y ambos nos echamos a reír.Llegamos por fin a la entrada del estacionamiento (no atino acomprender por qué sólo hay una) y ella estaciona el coche en la zona delfondo. 

—Supongo que prefieres, o sea, que no entre contigo, ¿no? 

—¿Por qué? ¿Crees que me avergüenza que me vean contigo? 

—¿No? 

—Para nada. Además, ahora mismo eres mi única amiga. 

—Esto va a ser tu funeral. Ay, mierda. Perdón. O sea...No sabe dónde meterse.Me echo a reír con tantas ganas que me duele la herida de la cabeza.

 —Por eso empecé a molestarte a la hora del almuerzo, ¿sabes? Eresla única persona que se atreve a decirle ese tipo de cosas al chico queacaba de enterrar a su madre. Por favor, no empieces a disculparte. Ya séque es una forma de hablar. No soy tan frágil como todo el mundo cree.Al momento de decirlo, recuerdo mi flirteo con la cuchilla de afeitaren la tina y me ruborizo avergonzado.

 —Si tú lo dices...Toma el bolso del asiento trasero y lo usa para golpearme en lacabeza, justo en el sitio que mi padre estampó contra el armario.

Después De TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora