Stony Cross Park, Hampshire
—Han llegado los Dupain-Cheng— anunció lady Allegra Agreste desde la entrada del estudio, donde su hermano mayor estaba sentado tras su escritorio en medio de un montón de libros de contabilidad.
El sol del atardecer entraba a través de las enormes ventanas rectangulares de cristal tintado, que eran la única decoración de una estancia cuyas paredes estaban cubiertas con paneles de palisandro.
Félix, lord de Westcliff, levantó la vista de su trabajo con un siniestro ceño fruncido que unió sus cejas por encima de los ojos color verde grisáceo —¿Que empiece el caos...— musitó. Y Alle se echó a reír
—Supongo que te refieres a las hijas. En realidad no son tan malas, ¿verdad?
—Son peores— afirmó Félix de forma directa; su ceño se acentuó todavía más cuando vio que la pluma que había olvidado entre sus dedos acababa de dejar una enorme mancha de tinta en la, hasta ese momento, impecable columna de números. —No he conocido dos jóvenes tan maleducadas en toda mi vida. Sobre todo, la mayor.
—Bueno, son Franco-chinas, que fueron criadas en América— señaló Allegra —Sería justo que gozaran de cierta flexibilidad, ¿no te parece? No se puede esperar que conozcan cada uno de los complejos detalles de nuestra interminable lista de reglas sociales...
—Puedo permitirles cierta flexibilidad con los detalles— interrumpió Félix de forma cortante —Como bien sabes, no soy el tipo de hombre que se quejaría por el ángulo impropio del dedo meñique de la señorita Dupain-cheng al tomar la taza de té. Lo que no puedo pasar por alto son ciertos comportamientos que se encontrarían inaceptables en cualquier rincón del mundo civilizado.
«¿Comportamientos?» Vaya, aquello se estaba poniendo interesante. Allegra se adentró en el estudio, una habitación que solía resultarle de lo más desagradable debido a lo mucho que le recordaba a su difunto padre.
Ningún recuerdo del octavo conde de Westcliff era agradable. Su padre había sido un hombre frío y cruel que parecía absorber todo el oxígeno de una habitación cuando entraba. No había nada ni nadie que no hubiera decepcionado al conde en vida. De sus hijos, tan sólo Félix se había aproximado a sus elevadas expectativas, ya que, sin importar lo imposibles que fueran sus requerimientos o lo injustos que resultaran sus juicios, Félix jamás se había quejado.
Allegra y Chloé admiraban a su hermano mayor, cuyo esfuerzo constante por alcanzar la excelencia lo había conducido a obtener las más altas calificaciones en la escuela, a romper todas las marcas en sus deportes preferidos y a juzgarse con más dureza de lo que lo habría hecho nadie. Félix era un hombre que sabía montar a caballo, bailar una contradanza, dar una conferencia sobre una teoría matemática, vendar una herida y reparar la rueda de un carruaje. No obstante, ninguna de su gran colección de habilidades había merecido nunca una felicitación por parte de su padre.
Al volver la vista atrás, Alle se dio cuenta de que la intención del anterior conde debía de haber sido eliminar cualquier señal de amabilidad o compasión que poseyera su hijo. Y al parecer, durante una época lo había conseguido. Sin embargo, tras la muerte de su progenitor, cinco años atrás, Félix había demostrado ser un hombre muy diferente al que se suponía que debía ser. Allegra y Chloé habían descubierto que su hermano mayor nunca estaba demasiado ocupado para escucharlas; sin importar lo insignificantes que le parecieran sus problemas, siempre estaba dispuesto a ayudar. A decir verdad, era comprensivo, cariñoso e increíblemente atento; lo cual no dejaba de ser un milagro si se tenía en cuenta que la mayor parte de su vida había transcurrido sin que nadie le demostrara esas cualidades.
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𝓜𝓮 𝓮𝓷𝓪𝓶𝓸𝓻𝓮 𝓾𝓷 Oᴛᴏñᴏ
Lãng mạn-Eɴ ᴏᴛᴏñᴏ, ᴇʟ ᴄɪᴇʟᴏ ʟʟᴇᴠᴀ ᴘᴜᴇsᴛᴏ ᴇʟ ᴄᴏʟᴏʀ ᴅᴇ ᴛᴜs ᴏᴊᴏs; ʏ ᴄᴀᴅᴀ ᴠᴇᴢ ᴍᴇ ʜᴀᴄᴇ ᴘᴇɴsᴀʀ ᴍᴀs ᴇɴ ᴛɪ. La testaruda heredera franco-china: Bridgette Dupain-Cheng, ha ido a Inglaterra para encontrar un marido aristocrático. Desafortunadamente, ningún hombre es...