18. Cruda realidad

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—Lisa, bonita.

Elizabeth tembló de arriba a abajo a escuchar esa palabra. Bonita. Solo había dos personas que la llamaban así y, para ella, las dos eran igual de indeseables. En esa ocasión, había sido una voz femenina la que la había pronunciado.

—¿Sí, madame Molly?—Elizabeth se giró hacia ella y sonrió mostrando los dientes.

—Por lo menos sigues recordando como sonreír, porque por lo que respecta al baile...—Molly elevó una ceja y torció los labios, en un gesto de reprobación—. Cada vez lo haces peor, niña. Pierdes el ritmo, te tropiezas. Elvira acaba de quejarse, dice que le quitas la concentración.

—Asumo la culpa, madame Molly, pero prometo que voy a esforzarme más y...

—Calla. Vosotras prometéis y prometéis, pero luego no cumplís con nada ¿Te piensas que porque el señor Puzo se encaprichó de ti vas a tener algún trato de favor? Suficientes quebraderos de cabeza me has dado ya, teniéndote que buscar sustituta en noches importantes.

Elizabeth bajó la mirada, aguantando el rapapolvo de su jefa. No tenía argumentos para discutirle, pero si los hubiese tenido, tampoco los habría utilizado. Era mejor no hacerla enfadar. No obstante, su corazón iba a mil por hora. No quería que Molly la castigase sin desayunar, o teniendo que limpiar los aseos durante una semana entera. O lo que era peor, que la echase por inútil. Elizabeth no podía imaginar una mayor humillación que aquella. Su segundo fracaso profesional en la ciudad, incluso cuando aquel era una tapadera para un tercer trabajo que tampoco parecía irle demasiado bien: el de espía.

—Haré lo que sea necesario, madame Molly—murmuró Elizabeth.

—Pues por lo pronto, quedas degradada al guardarropa—anunció la señora, con voz demandante—. Y dependiendo de cómo respondan los clientes, veremos qué hago contigo.

Elizabeth observaba a madame Molly, algo descompuesta. El guardarropa era uno de los peores trabajos de El Gorrión. Sin embargo, se limitó a asentir y a contestar con servilismo.

—Como mande, madame.

—Muy bien—Molly miró de arriba a abajo a Elizabeth, y luego, con una mueca de desagrado, se alejó de su lado—. Sigo sin entender qué es lo que ven en ti.

Elizabeth la siguió con la mirada. Su ceño, levemente fruncido, acompañaba a una mirada de rencor contenido. Aquella mujer no había dejado de humillarla desde que llegó a El Gorrión.

—Bruja—espetó por lo bajo.

—Lisa a un paso del abismo, qué penoso.

La muchacha se giró sobre sí misma. Entrecerró los ojos cuando vio a Elvira apoyada en una columna, fumando un cigarro y sonriendo con un gesto de autosuficiencia.

—Felicidades, ya lo has conseguido—dijo Lisa, con un tono de voz claramente sarcástico.

—Gracias, pero la mayor parte del mérito es tuyo, patita.

Elizabeth tensó los hombros y arrugó el ceño.

—¿Qué te pasa conmigo? ¿Es que no soportas llevar un año como corista de segunda y tienes que dedicarte a sabotear a tus compañeras nuevas para sentirte mejor contigo misma?

—Solo a las catetas enchufadas como tú. Que, por cierto... ¿Dónde está tu hombre? Hace tiempo que no te saca de aquí ¿Ya se ha cansado de ti?

—¿Y a ti qué te importa?

Elvira comenzó rió. Le dio una calada a su cigarro, acercándose a Elizabeth.

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