29. La tierra de los girasoles

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El ruido de la locomotora se detuvo tras un fortísimo chirrido, y una espesa humareda cubrió la estación de Topeka. Los pasajeros se dieron prisa para bajar, cargando con maletas de mano y petates de lona. Había familias enteras, soldados de permiso que volvían a su hogar, y muchos más hombres y mujeres, cada uno con sus propias historias de esperanza y miseria. Abrazos felices en el andén, incluso algún beso furtivo e indecoroso. Cuando Elizabeth pisó tierra firme no había nadie esperándole, así que fue ella la que llevó su equipaje repleto de sueños rotos hasta la salida de la estación. El panorama que encontró fue desolador: no había ni un solo automóvil disponible para poder llegar a su siguiente y última parada, después de casi cuatro largos días de viaje. 

—No puede ser...—se lamentó, al mismo tiempo que buscaba una alternativa.

—¡Última llamada! ¡Repito, última llamada!

El olor a cuadra y el relinchar de un caballo fue su salvación. Otros viajeros que habían perdido la oportunidad de tomar un automóvil o que no tenían recursos para ello estaban acomodándose en el único medio de transporte disponible.

—¿Esta diligencia para en Wamego?

—Así es. Dese prisa, señorita, que apenas queda espacio y vamos a salir en breves.

Elizabeth dejó sus maletas en el depósito de equipaje y subió al carro. Cuando los caballos empezaron a andar, las ruedas de la diligencia chocaron con piedras duras y caminos irregulares, que provocaron que el vehículo se zarandeara de un lado para otro. Elizabeth se agarró al asiento que compartía con otros viajeros, y su rostro blanquecino a causa del cansancio y los bruscos movimientos no pasó desapercibido para la mujer que tenía en frente.

—No se preocupe, el camino es mucho más cómodo en cuanto nos adentramos al campo.

Ella, que había recorrido Nueva York en elegantes Cadillacs y que había cruzado el mar en avioneta, había vuelto a la realidad de su vida, a la de la tierra que la vio nacer: Kansas.

La diligencia abandonó pronto el casco urbano y empezó a cruzar campos dorados de trigo y maíz. El viento soplaba gentilmente y le traía los olores de la infancia. Se vio a sí misma correteando entre los cultivos, persiguiendo gallinas y huyendo de los saltamontes. Una pequeña sonrisa se escapó de sus labios cuando los girasoles empezaron a pintar el paisaje de verde y amarillo. Tan bellos y elegantes, ocupaban hectáreas y hectáreas de tierra. Y al fondo del campo de girasoles, con un cerco rojo, un granero del mismo color y una casita de madera blanca, vio su verdadero hogar.

Por fin había llegado.

Elizabeth le pidió al conductor que parase, tomó su equipaje e hizo el resto del camino a pie. Diez minutos entre los girasoles hasta llegar a la entrada de la valla. Un año entero desde la última vez que tocó esa madera, tiró del pestillo y entró a su propiedad. Con todo lo que le había ocurrido, le parecía estar viviendo un sueño.

Sus nudillos chocaron tres veces contra la puerta de la casa y esperó pacientemente. Escuchó los pasos de su madre al otro lado, y cómo estos se pararon para comprobar por una rendija quién era la persona que estaba al otro lado.

—¡Pero Elizabeth! ¡Hija mía!—exclamó su madre mientras abría la puerta. La mujer, de pelo rubio canoso y rostro de facciones dulces, no cabía en su emoción. Elizabeth, tampoco.

—¡Mamá!—contestó, y en seguida se abrazó a ella. Aspiró su olor, y sintió como su alma se calmaba y su cuerpo se reconfortaba, como cuando era una niña. Y en ese momento, y sin poder evitarlo, rompió a llorar.

Elizabeth lloró, lloró y lloró. Y ni su madre ni su padre, que al escuchar a las dos mujeres corrió a recibir a su apreciada y única hija, entendieron por que lloraba tanto. Ellas le explicó que era la felicidad de estar de nuevo en casa, después de tanto tiempo fuera. La realidad es que lloraba porque ellos habían podido ver a su hija de nuevo con vida.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora