23. El embrujo de las Reyes

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—Frank, estoy embarazada.

Los ojos de la niña se abrieron de par en par. Escondida detrás de la puerta de la cocina, acaba de enterarse de que iba a ser tía por segunda vez. La novedad era que el padre no sería Bernardo, mucho mayor que ella y con quien apenas tenía relación, sino Ana, quien además de su hermana, era su mejor amiga y confidente.

«¿Pero eso no pasa cuando te casas?» pensó, imaginando todas aquellas historias de matrimonios como Dios manda y cigüeñas que había escuchado a lo largo de sus once años de vida.

La niña enarcó una ceja y se asomó de nuevo. Le vio a él, que apestaba a ese perfume de hombre viejo, llevándose las manos a la cabeza y caminando alrededor de un pequeño círculo.

—¿Cómo puede ser eso?

—¿Tú qué crees?

—Ese niño no es mío.

—¿Y de quién es entonces, del Espíritu Santo?

—¿Te estás riendo de mi?

Silencio. A la chiquilla le desagradaba cuando ese hombre le hablaba así a su hermana. A decir verdad, le daba miedo. Parecía que iba a empezar a gritar de un momento a otro. Quizá por eso no le gustaba, aunque casi siempre llegase con caramelos para ella, incluso alguna muñeca. Esa tarde le gustó aún menos, porque se presentó con las manos vacías.

—Baja la voz, mi hermana está aquí.

Non me importa un cazzo, bonita. Haberla mandado a jugar con tus vecinos, los muertos de hambre. Sabías que no iba a venir a hablar de cosas agradables.

Ana, que estaba frente a él, sacudió la cabeza y se le acercó. Le tomó de los dos brazos y le miró a los ojos.

—Por favor, olvida todo lo demás. Lo que te he contado yo es mucho más importante, para los dos—se mordió los labios y siguió hablando—. No sé como puedes pensar que el niño no es tuyo. Por Dios, claro que lo es. No tengo ojos para nadie más que para ti.

Él frunció el ceño.

—No llevamos tanto tiempo juntos como para que ya estés preñada.

—Pero eso no tiene nada que...

—¿Y si es del gilipollas de Puzo?—preguntó él, alzando la voz—. Sé que os visteis hace poco, y me lo has ocultado ¿Cuantas veces más puede haber pasado eso? Y yo sin saberlo, como si fuera un idiota.

—Nos encontramos de casualidad—se apresuró a decir ella—. Y ni si quiera me dirigió la palabra más allá de darme las buenas noches. Solo fue esa vez, y no te lo conté porque sabía como te pondrías.

Francesco apretó los dientes.

—¿Cómo me pondría? ¡Ese es el problema! ¿Qué clase de imagen tienes sobre mi, Ana? ¡Qué tipo de cosas te imaginas y luego vas soltando por ahí fuera!—exclamó, alzando la voz—. ¡Sé lo que le contaste a Puzo la otra noche!

—¡Estábamos enfadados, Frank! ¿Qué querías que dijese de ti?

—¡Podrías haberte quedado callada, que estás más guapa así! ¿Yo te pido perdón y tú me lo pagas poniéndome de maltratador en casa de Lucchesi?

—¡Yo no dije nada de eso! No conté ningún detalle... me avergüenzan.

—¿Te avergüenzo yo? ¿Eso es lo que quieres decir?

Ella resopló.

—Deja de enredarlo todo, siempre haces lo mismo. Te estoy intentado contar algo muy importante... ¿No te has dado cuenta? Vamos a tener un bebé, tenemos que dejar de pelear por tonterías, y lo que has venido a echarme en cara hoy es... una tontería, otra más de tantas.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora