4. Reflejo incompleto

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El sonido del agua inundó la estancia. El pie derecho primero, luego el izquierdo. Siempre ese orden, no otro. Las gotas recorrían su cuerpo en una carrera para llegar al suelo, y poco a poco iban formando pequeños charcos. Del perchero cobrizo alcanzó su blanco e impoluto albornoz, el cual vistió sin atarse el cinto. Las iniciales V.P, finamente bordadas en hilo de oro a la altura del corazón, eran el único elemento de ostentación que podía verse sobre su cuerpo semi-desnudo.

Vittorio avanzó hacia el lavabo. Un enorme espejo le reflejó, y lo primero que hizo fue observar su rostro. Lo acaricio con dos dedos y sintió el raspado de una incipiente barba. Era el momento de iniciar su ritual diario. Primero cubrió sus mejillas y barbilla con un aceite aromático, y después extendió el jabón de afeitado, con ayuda de su vieja brocha. Con la navaja empezó a afeitarse cuidadosamente, mirándose con atención en el espejo mientras fruncía el ceño. Después se aclaró con agua caliente, y una vez seco, se aplicó el bálsamo, que desprendía un olor tan vigoroso que apenas le hacía falta perfumarse con otra colonia. Vittorio volvió a tocar su rostro con la yema de los dedos, disfrutando de su suavidad y limpieza. 

Una vez bañado y afeitado, Vittorio solía peinarse e iba directo a vestirse, pero esa vez fue distinto. No podía dejar de mirar lo que reflejaba el espejo. Ya no era aquel joven flacucho y asustadizo. Ahora era un hombre, con un cuerpo bien formado, viril, y una mirada intensa que transmitía una seguridad apabullante. Un hombre poderoso. Sin embargo, se sentía cada vez más débil. Vittorio se deshizo del albornoz, dejándolo caer al suelo. Quería verse completamente desnudo, aunque no vulnerable. Para él, el hecho de mostrar su anatomía no significaba nada. Hubo tantas mujeres que la vieron, tocaron y disfrutaron que ni si quiera recordaba sus nombres o sus rostros. No obstante, casi nunca se había mostrado vulnerable ante ellas. Ese casi sí tenía cara, nombre y apellidos, y fue por ella que decidió que nunca más volvería a abrir su corazón ante nadie. 

Había pasado mucho tiempo, pero sus demonios le devoraban el alma, cada vez con más ansia.

Vittorio gruñó, apoyando las manos sobre el lavabo e inclinándose hacia el espejo. Los tiempos de desenfreno ya fueron, y cada vez era más y más ermitaño. No disfrutaba de las fiestas ni de la compañía femenina. Su palacete era donde hacía prácticamente toda su vida, con la única compañía de su ama de llaves y el resto del servicio. Sentía que había quemado su juventud tan rápido que solo tenía ganas de trabajar y luego descansar frente a la chimenea. Pero había algo que lo perturbaba. O más bien, alguien.

Elizabeth Colvin. 

Había soñado con ella varias veces en una semana, dormido... y despierto. Su mente reproducía a menudo aquel numerito musical que terminó con la periodista sobre su regazo y susurrándole cosas al oído que ya ni recordaba pero la situación aún le provocaba una ola de sensaciones en el cuerpo. 

¿A qué venía eso?

Vittorio suspiró y salió del baño, caminando desnudo hasta su dormitorio. Quizá ese celibato auto-impuesto le estaba pasando factura, porque no lograba entender por qué pensaba tanto en ella. No había nada que le llamase la atención de esa persona, salvo sus ganas de trabajar para él y esa valentía suya, que en ocasiones parecía más bien el síntoma de una pura inconsciencia infantil.

🖤

—¿Has terminado de cerrar el trato con Pernambuco?

Nino Ricci asintió con efusividad, esbozando una amplia sonrisa a continuación.

—El lunes nos entran tres mil limpios.

—Bien.

Vittorio se reclinó en su asiento, dando una larga calada a su cigarro. El aire del despacho estaba viciado, cubierto por una capa de humo de tabaco. Todos los presentes fumaban mientras se hablaba de negocios, como era habitual. 

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