24. La mafia no paga traidores

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Elizabeth rebuscó en el interior de su bolso. Pintalabios, un pañuelo y la cartera con dinero para tomar algo y pagar un taxi de vuelta. Estaba todo, salvo una cosa. La joven se acercó a la cama y metió la mano por debajo de la almohada. A la brillante pistola que sacó de allí solo le faltaba la carga para ser letal. Metió las balas una a una y luego le encontró un hueco en su bolso. 

Antes de salir por la puerta del piso franco, Elizabeth se asomó por la ventana. Localizó al coche aparcado en la acera de enfrente, ese que siempre estaba allí, ocupado por uno o dos hombres, dependiendo de la hora del día. Eran un total de tres, que iban rotándose. La muchacha tenía claro que eran los que la vigilaban por orden de Vittorio. Sin embargo no le siguieron ninguna de las tardes en las que se escapó de allí. Eso le hizo suponer que tenía cierta libertad de movimiento, siempre que volviese a la hora estipulada. Había preferido no tentar a la suerte con eso último.

Elizabeth bajó los escalones del edificio de apartamentos con ligereza y empujó la puerta que separaba ese lugar seguro de la jungla de cemento y acero. Los últimos rayos de sol del día estaban muriendo, y un precioso cielo anaranjado empezaba a oscurecer en tonos violeta. Era un atardecer hermoso, y Elizabeth pensó que quizá era la antesala de una noche aún más bonita.

Los pasos de Elizabeth fueron tomando velocidad a medida que se alejaba de su casa. El viento le traía sonidos confusos de una banda de música y los gritos entusiastas de un público que parecía disfrutar de un desfile con percusión ¿Qué festividad se celebraría ese día? Ni si quiera se había molestado en mirar el calendario. En ese apartamento, y con las vivencias tan extrañas que estaba teniendo últimamente, sentía que había perdido la noción del tiempo. Y hablando de tiempo...

Elizabeth dobló su muñeca izquierda para enderezar su fino reloj y miró la hora. Sí, parecía que llegaría a tiempo a su cita con la última esperanza que le quedaba para su investigación, que a su vez era también a la protagonista de su nueva obsesión. La joven periodista deseaba convencer a Dorothy de que huyese de las garras de Francesco Juliano. Aquella muchacha podría ser chillona y caprichosa, pero también muy ingenua e inocente. No se merecía un cruel final al lado de Juliano, o más bien lejos de él cuando éste se cansase de las chiquilladas de su jovencísima novia.

Elizabeth apenas había recorrido unos metros cuando, en medio de todos sus pensamientos, comenzaron a resonar otros pasos ajenos a los suyos. Con disimulo, intentó girar la cabeza hacia atrás. En ese mismo momento sintió una fuerte presión en el cuello y la inminente falta de aire en sus pulmones. Elizabeth se llevó las manos al cuello e intentó deshacerse de aquello que la estaba asfixiando. Al tocarlo, se percató de que era una corbata, pero estaba tan apretada que le fue imposible apartarla. Las piernas le fallaron y rápidamente una fuerza la arrastró hasta el coche que esperaba en la esquina de la calle. La puerta del vehículo se cerró con fuerza, y éste se puso en marcha a tal velocidad que su cabeza chocó contra uno de los manillares internos. Lo siguiente que sintió fue el frío tacto del cañón de una pistola en su nuca.

—No te muevas, Colvin—dijo una voz masculina que la periodista juraría haber escuchado en algún otro lado, pero que no fue capaz de identificar.

Antes de que Elizabeth pudiese decir o hacer nada, un pañuelo húmedo tapó su rostro por completo. Intentó apartar las manos del hombre y girarse hacia él, pero estas la apretaron con más fuerza.

—Así es, buena chica.

En pocos instantes todo se volvió oscuro y confuso.

🖤

Dorothy aspiró el perfume de la piel de Juliano, mientras este reía.

—¿Huelo bien, reina mía?

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