19. La mano amiga

642 62 68
                                    

Elizabeth llevaba desde la hora de apertura trabajando en el guardarropa. Era un ir y venir constante, en el que tenía que recoger las prendas de abrigo y sombreros de los clientes, colocar etiquetas a las prendas y guardarlas. Monótono y agotador, lo peor de ese puesto no era el agotamiento físico, sino el hecho de tener que aguantar las palabras fuera de tono de los parroquianos maleducados. Arriba, en el escenario, era más complicado notar las miradas lascivas, los piropos desagradables y, por supuesto, las manos de los hombres no podían llegar a tocarle. Incluso cuando empezó y trabajaba de camarera, sintió más respeto hacia su figura. Sin embargo, en ese rincón de El Gorrión, se sentía abandonada y ninguneada. Con razón era el puesto más odiado por todas las chicas del local.

—¡Eh, guapa! ¡Guárdame el abrigo!—gritó un hombre corpulento. Iba vestido con un traje de brillo gris, y llevaba el pelo encerado. Su imagen era la del típico italiano con ínfulas de rico, que caminaba por el mundo como si fuera perdonando vidas. Elizabeth había visto a demasiados como esos en los últimos meses.

—¡Voy, caballero!—exclamó Elizabeth, al mismo tiempo que apuntaba algo en un libro de cuentas. Molly les exigía llevar un registro de todo aquel que hacía uso del servicio.

El hombre silbó.

—¡Venga, que empieza el número!

Elizabeth se dio prisa. A pesar de que no soportaba que le exigiesen tanta rapidez, se acercó al hombre y decoró su rostro con la mejor de las sonrisas. No tenía otra opción si lo que quería es que la volviesen a ascender a sala.

—Buenas noches, señor ¿Me da su tíquet y la prenda, por favor?

—Te lo doy si me dejas darle una probadita a tus labios, hermosa—el hombre sonrió, mostrando un par de dientes de oro. Su aliento apestaba a alcohol.

Elizabeth se esforzó en mantener la sonrisa.

—Me temo que eso no es posible, estoy trabajando.

—Pues cuando salgas—dijo él, al mismo tiempo que le daba la ropa—. Si es que te ponía un piso en frente del Empire State, rubia.

La joven ignoró el comentario y se giró para hacer camino de nuevo al guardarropa. De repente, notó la palma del hombre contra sus nalgas. Plaf. El azote que le propinó le hizo dar un respingo y apretar los dientes. Elizabeth se volteó hacia atrás, furiosa. Había perdido la cuenta de las veces que le habían tocado sin su permiso a lo largo de la semana, pero aquella fue la gota que colmó el vaso. Por primera vez en todo el tiempo que llevaba trabajando en El Gorrión, se saltó las reglas. La furia le impulsó a arrugar el tíquet, que lanzó contra el hombre. Después dejó caer el abrigo. Éste no daba crédito ante el comportamiento de la muchacha.

—¡¿Pero qué estás haciendo?!

—¡Ya está bien, hombre!—Elizabeth colocó los brazos en jarra y alzó la voz—. ¡El abrigo se lo guarda usted con esas manos largas que tiene!

—¡Eh, eh, te veo muy subidita para ser una furcia!

Elizabeth ignoró al hombre y fue a atender a otro cliente, pero él siguió voceando con indignación.

—¡Recoge eso con la boca, guarra!

—No tengo la obligación de recoger nada—explicó ella, con un aire altivo—. Ha perdido su tíquet de guardarropa, lo siento.

—¡Pero si lo has roto tú, pedazo de cerda!

—Caballero, circule que obstruye el paso.

Elizabeth giró la cabeza, haciendo que su cabello moldeado rebotase con gracia. Satisfecha al creer que le había dejado en su sitio, sintió como le agarraban con fuerza, de camino al guardarropa.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora