30. Un nuevo comienzo

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—¡Venga, hombre! ¿Pero qué hace este ahora? ¡Venga, circula!

El conductor del taxi tocaba la bocina de manera insistente. Parecía estar teniendo un mal día y eso se notaba en sus gritos hacia los otros conductores y los giros bruscos de volante. Había mucho tráfico en la ciudad, ya que los coches de motor habían superado con creces a los tirados por caballos. Y eso, un lunes a las nueve de la mañana, se traducía en una gran congestión de la vía principal de Manhattan.

—¿Sabe qué es lo que dijo Ford? Que cuando los caballos volviesen al campo, las ciudades estarían más limpias y el tráfico sería más fluido... ¡Me río yo de Ford!

Elizabeth ignoraba los ruidos del coche y los improperios del taxista. La joven dio vueltas a la manivela de la ventanilla para bajarla, y se asomó con timidez. Los rascacielos se sucedían, las calles estaban llenas de gente bien vestida caminando con prisas. Allí nadie se paraba a mirar el cielo, a respirar el aire del nuevo día o a relajarse un rato hablando con los vecinos. La vida era rápida, frenética, estresante.

—Hoy en día cualquier tonto se sienta delante de un volante y maneja un automóvil—gruñó el conductor—. ¿Le dejo en frente del edificio?

—Si va a tener que dar muchas vueltas no es necesario.

—No, vueltas ninguna, lo único que voy a obstruir el tráfico... ¡Venga, coño, pasa, pasa!—el claxon volvió a sonar, estridente—. ¿Sabe qué, señorita? Que se jodan, llegamos en seguida. Usted baje sin prisas.

Elizabeth esbozó una pequeña sonrisa.

—Gracias por el viaje.

—A usted—el coche se detuvo—. Ya, mire que no venga nadie antes de bajar, que los jóvenes conducen como locos y así van las cosas, que hay atropellos todos los días.

Elizabeth bajó del automóvil y cerró la puerta cuidadosamente. Algunos conductores comenzaban a ponerse nerviosos por culpa del taxi, pero cuando se dio la vuelta para comprobar si se había ido ya o no, vio como el conductor sonreía con satisfacción al ver formada toda una fila de coches detrás de él.

Caos. Eso era Nueva York. Y en el fondo, muy en el fondo, lo había echado de menos.

Los tacones de Elizabeth sonaron con ligereza por la acera. Vestida de un impecable azul y cargada con un maletín, la joven entró en un edificio de aspecto descuidado. A medida que subía los escalones sentía que el tiempo no había pasado en aquel lugar ¿Sería cierto?

El ruido de los teléfonos, las máquinas de escribir y el olor a tabaco y café le envolvieron por completo. Las oficinas del Gotham Times tenían las puertas abiertas, y ella sintió que lo estaban para ella. Ni corta ni perezosa, Elizabeth se coló en su antiguo espacio de trabajo. El primero en darse cuenta de que había una intrusa allí fue un joven rechoncho, de pelo rubio, rizado y alborotado.

—¿¡Elizabeth, eres tú!?

—Hola, White—respondió ella, con una sonrisa de oreja a oreja.

White había sido el compañero de fatigas de Elizabeth durante los pocos meses que estuvo trabajando en el periódico. Mientras ella entrevistaba y tomaba notas, él cargaba con la cámara y hacía las fotografías que luego acompañaban a los reportajes que ambos firmaban.

White dio un respingo y sonrió con el mismo entusiasmo que la joven. En seguida, su voz emocionada se escuchó por toda la oficina.

—¡Elizabeth Colvin está aquí, chicos! ¡Nuestra Liz!

Elizabeth se ruborizó cuando todos miraron hacia ella. No eran muchos en la oficina, pero había alguna que otra cara nueva que ella no conocía.  Quienes fueron sus antiguos compañeros de trabajo se levantaron de sus asientos. Abrazos, exclamaciones de sorpresa de todo tipo, y un bombardeo de preguntas que no cesaba. Elizabeth se sintió ciertamente abrumada por el recibimiento que estaba recibiendo en el Gotham Times, pero no era de extrañar, puesto que hacía más de un año que se había ido de allí sin decir nada. La curiosidad era algo natural, y más en un periodista.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora