17. Amores que matan

1K 68 52
                                    

Los primeros rayos del sol matutino se colaban a través de las puertas acristaladas del balcón. La suave luz bañó el cuerpo desnudo de Elizabeth. Era domingo, el día del Señor, y Vittorio se sintió como el elegido de Dios al ser premiado con semejante visión celestial. Ella logró que una noche de pesadilla se convirtiese en un agradable sueño, pero una vez que se dio de bruces con la realidad, todo se volvió oscuro. Antes de levantarse, Vittorio masticó lentamente cada una de las palabras de Juliano y las digirió con pesadez. Tras eso, se dispuso a realizar su rutina diaria.

Baño, afeitado y vestido. Escogió uno de sus trajes a medida, negro, que acompañó con una corbata granate. El color de la sangre era su favorito y no por una cuestión de sadismo, sino porque su madre adoptiva siempre le dijo que le favorecía. Desde entonces, en su atuendo nunca podía faltar una pieza roja. Por eso, al mirarse al espejo, sintió un ramalazo de satisfacción al reparar en un detalle que pasó por alto la noche anterior: su cuello estaba manchado por una serie de besos emborronados de ese color. Los eliminó con jabón y agua caliente mientras pensaba en la dueña de esos labios. Una pequeña sonrisa boba apareció en su rostro, pero una desagradable punzada en el pecho le hizo volver a la cruda realidad.

La culpa, el sentimiento que más odiaba, había tenido el bien de aparecer esa mañana. Sí, se sentía culpable, por estar pensando en una mujer, en vez de en el porvenir de su familia. También inseguro, por estar entregándole más de lo que había planeado. Y le faltaba aplomo, porque no se atrevía a pronunciar la sencilla palabra que definía la complejidad de lo que sentía hacia ella.

«Céntrate, Vitto, céntrate...»

Una vez preparado, Vittorio volvió a echar un vistazo a su cama. Ella permanecía allí, tan dulce y hermosa como un ángel. Como tenía asuntos que atender, la dejó dormir. Vittorio echó las cortinas para taparle la luz y, antes de marcharse, apoyó una rodilla sobre la cama y se inclinó ligeramente hacia el rostro de la muchacha, depositando un suave beso sobre su frente.

Tener el poder de ofrecerle aquel sencillo pero deseado gesto le revolvió el corazón e hizo temblar sus entrañas.

Definitivamente, había perdido el juicio.

🖤

Vittorio guardaba silencio, sentado en el sillón principal del salón de la villa Puzo. A su alrededor, repartidos en sofás, descansaban algunos de sus hombres. Michael y Nino discutían sobre el posible asesinato de Francesco Juliano, mientras que Salvatore ideaba una estrategia más prudente de cara a la reunión.

—Una muerte limpia y rápida solucionaría muchas cosas—sentenció Michael—. Sus hermanos son imbéciles, y todos sabemos que dentro de la familia hay unos cuantos buitres que estarán encantados de repartirse la carroña sin hacer preguntas.

—En eso estamos de acuerdo, pero hemos estado lentos—dijo Nino, antes de darle un trago a su café con brandy—. La noticia de que Vittorio y Juliano están en desacuerdo de cara a la Asamblea se expandirá como la pólvora, así que estamos en el punto de mira.

En medio de los dos bandos, Vittorio escuchaba las propuestas de cada uno de ellos. A su lado, Gianmarco guardaba silencio. «Nunca dejes que nadie sepa lo que estás pensando» le dijo una vez su padrino. Al principio no entendió aquella frase ¿si no podía compartir sus reflexiones, entonces cómo participaría en los asuntos de la familia? Con el tiempo, comprendió todo la sabiduría que encerraban esas palabras.

Don Puzo alzó dos dedos, como un Cristo mayéstico y todopoderoso, y se hizo el silencio.

—Juliano debe desaparecer, pero no ahora. Debemos de actuar con cautela, midiendo cada uno de nuestros pasos. Eso no quita que no debamos dejar de actuar como lo estábamos haciendo hasta ahora.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora