7. Las amapolas de la discordia

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—Jefe, ya está todo preparado.

Vittorio se levantó del escritorio mientras tomaba su pistola favorita, una sencilla M1911, la cual había estado limpiado unos minutos antes. Tenía varios modelos, pero esa era su principal compañera de fatigas, a la que cuidaba con mimo y esmero. Ni el mejor subfusil Thompson podía sustituir la practicidad, comodidad e incluso letalidad de su niña.

Junto a él, sus hombres de mayor confianza: Nino, su mano derecha; Salvatore, el as de los negocios; Gianmarco, su entusiasta ahijado; Leonard, el joven idealista y Michael, el sanguinario. Los seis abandonaron la base de operaciones de la familia Puzo, situada en algún lugar del Lower East Side, y se repartieron en dos coches, rumbo al que la que iba a ser su oficina de trabajo de esa mañana.

—Lo mejor de nuestra rutina, es que no existe—acertó a comentar una vez Gianmarco.

Pronto, el nostálgico ambiente mediterráneo dio paso a las lámparas de papel rojo, los hombres de largas barbas y las mujeres cargando kilos de ropa recién blanqueada. En medio del corazón de Little Italy crecía la Chinatown neoyorquina, otro submundo en ese crisol de culturas que era Manhattan. El fuerte olor a especias picantes y los tonos de su extraña lengua advertían que aquella larga calle, antes habitada por genoveses, estaba ahora tomada por chinos.

Vittorio arrugó la nariz al notar ese hedor tan desagradable para él, y se ajustó los guantes de cuero con los que vestía sus manos. El miedo causado por la familia Puzo en aquel barrio no derivaba del respeto, como ocurría en territorio italiano, sino de la desconfianza. Allí nadie les daba los buenos días, les ofrecía regalos, ni iban a contarles sus problemas, esperando a que por unos cuantos dólares y algún que otro favor, esa persona a la que querían apartar de su vista pudiese aparecer flotando en un barril a las orillas del East River.

No obstante, la actitud evasiva y silenciosa de los transeúntes pasó desapercibida por el grupo de hombres trajeados, que cruzaban la larga calle con una soberbia propia de aquellos que se sienten dueños y señores de todo territorio que pisan.

—Es aquí—anunció Salvatore.

Los impecables caballeros se detuvieron frente a una de tantas lavanderías que poblaban el barrio, de aspecto especialmente humilde.

—Vamos.

El primero en entrar fue Vittorio, con un andar calmado y elegante, como el de una pantera acechando a su presa.

—Buenos días—dijo, alzando la voz.

El lugar, avejentado y con poca iluminación, estaba lleno de sábanas y ropa colgada en unas cuerdas que cruzaban el techo, y un característico olor a químicos de limpieza. En seguida un pequeño hombre con el pelo largo y canoso recogido en una trenza se asomó tras el mostrador. Al reconocer a sus visitantes, se acercó a ellos e hizo una pequeña reverencia. Luego, gritó algo en chino, mirando hacia la parte trasera de la tienda. No tardó en salir una muchacha de pelo azabache, rostro delicado y exótica belleza. Ésta se colocó al lado del hombrecillo, quien comenzó a hablar, casi a gritos, en su idioma.

—El señor Zhang les saluda y les pregunta qué es lo que puede hacer por ustedes—tradujo la joven, con un tono de voz más calmado.

—El amarillo de mierda sigue sin molestarse en aprender inglés—dijo Michael, asqueado. Él, como la mayoría de los neoyorquinos, despreciaba a los inmigrantes chinos.

—Igual que tu madre, que no ha pronunciado ni una palabra en inglés en los treinta y tantos años que lleva viviendo aquí—contestó Leonard.

—¡Callaos ya, teste di cazzo! ¡Joder!—exclamó Nino, interrumpiendo la conversación.

Cuando se hizo el silencio, se escuchó el carraspeo de Vittorio, quien dio un par de pasos hacia los dueños de la lavandería.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora