13. Noche de fiesta

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Leonard tuvo que contener la respiración cuando vio aparecer a Elizabeth. La joven parecía una estrella de cine, ataviada con un precioso vestido largo y su cabello rubio bien moldeado, sin más artificios que su destello natural. Él mismo había hecho de chico de los recados el día anterior cuando, deprisa y corriendo, tuvo que llevarla a que eligiera su vestido a una de las boutiques más exclusivas de la ciudad. Por supuesto, él no entró con ella, ni tampoco le preguntó qué era lo que había escogido, porque no era de su incumbencia. Sólo de la de don Puzo, que era quien pagaba. 

—Sube al coche, tenemos un largo camino por delante—anunció él, intentando no mirarla más de lo debido. Aquella rosa de pétalos rotos y mustios aún le causaba pesadillas, así que no le preguntó cómo se encontraba, ni se deshizo en halagos sobre su hermoso aspecto. Prefería no tentar a la suerte. 

Elizabeth se sentó en el lugar del copiloto, como siempre solía hacer. Pudo notar que había algo distinto en Leonard, una dosis de nerviosismo y un toque de evitación, pero no hizo preguntas. La mente de Elizabeth volaba constantemente hacia la fiesta a la que iba a asistir de manera inminente. Verse en el espejo con semejante estilismo le había impresionado, puesto que nunca en la vida se había imaginado vestir de forma tan elegante. Si bien era cierto que eligió el vestido más delicado de entre todos los que se probó, era en su sencillez donde residía la grandeza de su atuendo. Ahora sufría, pensando en todo lo que debería de cuidarse para que ni una gota de cualquier bebida espirituosa ilegal cayese encima de la carísima tela de su modelito. No sabía lo que había costado, puesto que las dependientas se negaron a hablarle de precios, pero esperaba que una vez usado pudiese devolverse.

Elizabeth sentía culpable de que Vittorio hubiese gastado dinero en algo así para ella, aunque algo en su interior le decía que para él no había sido mucho más que calderilla. La muchacha había contado que, al menos, poseía dos Cadillac y no reparaba en gastos a la hora de escoger hotel para pasar la noche. Desde luego, la familia Puzo no parecía ir corta de dinero, lo cual era lógico, teniendo en cuenta los lucrativos negocios que controlaban en la ciudad: juego, apuestas, alcohol y, por supuesto, Constanza Co, su compañía de importaciones, esa de la que Vittorio figuraba como dueño en sus tarjetas de presentación y que servía como una magnífica tapadera para el resto de negocios.

—¿Dónde está la mansión de Jay Fitzgerald?—preguntó Elizabeth, después de un largo rato de viaje silencioso. 

—En Long Island, pero primero te dejaré en casa del jefe.

—¿Vive también allí?

Leonard miró a Elizabeth de reojo. 

—Son prácticamente vecinos.

Elizabeth apoyó la cabeza contra el cristal. Pensó en que no le había dado tiempo a conocer Nueva York, pero sabía que Long Island era un paraje natural fuera de esa jungla de cemento de la que poco a poco iban saliendo. También sabía que era una de las zonas más caras del condado ¿Quién le hubiese dicho, unos pocos meses antes, que iba a acudir de invitada a una fiesta tan exclusiva? No sabía discernir muy bien si se trataba de algo de lo que alegrarse o más bien, para salir corriendo. Lo único que tenía claro es que sería otra anécdota más imposible de compartir con sus padres, a no ser que con el tiempo todo terminase como ella solía soñar de cuando en cuando para no decaer en su cometido: su cara en los periódicos, orgullosa por haber destapado una de las tramas criminales más terribles de los últimos años. 

La joven se sentía periodista de pies a cabeza, porque a pesar de haber renunciado a su trabajo, lo había hecho para meterse de lleno en la noticia ¿El problema? Aún le faltaban muchas pruebas y piezas para que el puzzle comenzase a encajar. Tan solo sabía que Francesco Juliano tenía algo que ver con las niñas neoyorquinas desaparecidas en la última década... ¿pero qué? ¿cual era su papel en todo eso? A parte de información superficial que había obtenido de parte de Vittorio, quien le habló sobre sus negocios ocultos de drogas y proxenetismo, no sabía nada más. Pero quizá había alguien que podía contarle, sin querer, muchos de los detalles que ella necesitaba para realizar su trabajo. Tan solo esperaba que también acudiese a la fiesta.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora