25. Dolores

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No hizo falta que nadie apuntase a Vittorio con un arma. Él mismo fue quien, por su propio pie, se metió dentro del coche que le llevó a Long Island. No pronunció ni una sola palabra en el viaje de ida, solo fumó un cigarro tras otro. Los hombres que le acompañaban se miraban entre sí, preguntándose cómo era posible que aquella persona se enfrentase con tanta tranquilidad a un destino tan incierto como peligroso. Ni si quiera ellos conocían las intenciones de su jefe, pero cualquiera con dos dedos de frente hubiese pensado que en esa casa se empezaría a percibir el intenso olor de la sangre pasada la media noche.

Llegaron a la conclusión de que Don Puzo no le temía a la muerte.

Un nuevo cacheo fue lo último que separó a Vittorio de la segunda parte de la noche especial que tenían preparada para él. Una vez que los hombres comprobaron que no iba armado, las dos grandes puertas del salón de Francesco Juliano se abrieron de par en par. Los sillones estaban vacíos, pero al fondo de la estancia, la mesa arreglada con una fina mantelería y cubertería ya estaba ocupada por tres comensales. Un par de voces sonaban por encima de la suave música que ambientaba el ostentoso lugar. La llegada de Vittorio provocó el abrupto fin de la conversación, y que el único hombre allí presente se levantase de su silla, con una gran sonrisa en su rostro.

—¡Mirad quién ha venido, el cumpleañero! ¿Has visto, querida Lisa? ¡Te dije que vendría!

Los ojos de Vittorio se clavaron en la mujer que fue nombrada. Elizabeth estaba sentada en una de las sillas, con el rostro lívido y desencajado. Frente a ella, Dorothy bebía de su copa, más animada y cómoda. Ésta sí que sonrió a Vittorio, con sorna y desparpajo.

—¡Vitto!—exclamó Juliano—. ¿No vas a decir nada, te vas a quedar ahí como un pasmarote?

—Frank... señoritas—Vittorio agachó la cabeza, a modo de saludo. Luego miró al hombre a los ojos.

—¿Qué te parece tu regalo, eh?—Juliano se acercó a Vittorio y palmoteó sus hombros. Luego le dio dos besos—. ¡Una cena con dos hermosas muchachas, y tu más fiel amigo! ¡Hay que celebrar que ya eres todo un hombre!

Vittorio le miró sin abrir la boca, inexpresivo. Juliano ensanchó su sonrisa.

—¡Siéntate, siéntate! Me he traído a la Tía Tara para que nos cocine, le he pedido que tire la casa por la ventana y nos sirva de todo. Invito yo, coño... ¡Mis negocios no hacen más que subir y subir, así que para mi esto es calderilla!

Vittorio se acercó a la mesa con Juliano y se sentó en el sitio que le habían preparado. El asiento de enfrente estaba ocupado por Elizabeth. Junto a él reposaba Dorothy, que no se despegaba de su copa. Igual que el día en el que se encontraron por primera vez, desprendía un fortísimo olor a Channel nº5.

—Bonita... ¿No vas a decirle nada a tu amorcito?—dijo Juliano mientras le acariciaba un mechón de pelo—. Ahora que le tienes aquí delante, es tu oportunidad para recuperar su afecto. Felicítale, o algo.

Elizabeth, quien evitaba el contacto visual con Vittorio, no tuvo más remedio que mirarle. Éste ya lo estaba haciendo, en silencio. Sus ojos oscuros parecían más hundidos y fríos que de costumbre. No había nada en el rostro de Vittorio que denotase nada más allá que indiferencia. La joven tragó saliva, pero antes de que pudiese decir algo, él habló.

—No la toques.

Juliano apartó los dedos y soltó el mechón de cabello de Elizabeth. Sonrió.

—Tan celoso como siempre, Puzo. Tranquilo, esto ha sido lo más cercano que he estado de invadir su espacio personal. Los tiempos han cambiado, ahora respeto lo que es tuyo.

Vittorio frunció los labios.

—¡Felicidades, Vitto!—interrumpió Dorothy—. ¡Espero llegar a los treinta tan bien como tú!

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora