21. Cuestión de fe

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Elizabeth escribía en una hoja amarillenta, arrancada de un libro viejo. Una larga lista iba formándose bajo el ligero movimiento de su pluma de tinta negra. En ella se recopilaban todos los datos, relevantes o no, que había obtenido a lo largo del tiempo, en referencia a la investigación que la había llevado al ostracismo. Porque así era como se sentía ella: relegada a un rincón, ignorada por el mundo.

A medida que iba completando la enumeración le surgían más dudas, y terminó por hundirse en la más profunda desilusión. Era imposible escribir un artículo digno con lo que había recopilado. Como mucho, podría aspirar a una columna de opinión escueta y olvidada en alguna esquina de un periódico menor ¿Merecía la pena correr el riesgo de despertar con el cañón de una pistola clavado en la sien por algo así?

La diestra de Elizabeth dejó de trabajar. Un amargo sentimiento se apoderó de su mente cuando pensó en el extraño viaje que había resultado ser su soñada vida en Nueva York. Desde su primer trabajo en el Sun News, pasando por su breve experiencia en el Gotham Times, hasta llegar a Vittorio y el trato que le había llevado a estar encerrada en ese apartamento. «Otro fracaso más» pensó, abatida. Era como si la ciudad le odiase, como si llevase una maldición a cuestas que le impidiese hacer algo bueno por ella. Elizabeth tan solo quería prosperar, demostrar a sus padres que su trabajo no había caído en un saco roto.

Todo el sufrimiento y los esfuerzos habían sido en vano, pero si al menos hubiese podido decidir cuando parar, su final podría haber llegado con más dignidad. Eso no había ocurrido, así que la sensación era de impotencia. Elizabeth se sentía como la marioneta de Vittorio: él, y solo él, había elegido el cómo, cuándo y por qué, todo en base a sus propios intereses. Él, y solo él, había querido sacar beneficio de la situación, sin importarle lo que su socia necesitaba para alcanzar su objetivo.

Pero lo peor de todo, lo más patético, ridículo y doloroso, era que se había enamorado de su titiritero.

Era eso lo que le había puesto una venda en los ojos, lo que le había dado la valentía inconsciente de hacer cualquier cosa que él le hubiese pedido. Había creído profundamente en su media sonrisa, sus formas elegantes y esa oscura mirada, que aún siendo inquietante, le hizo sentirse en un lugar seguro desde la primera vez que se adentró en ella. Los asuntos extremos requerían soluciones extremas, pero si era él el guía, no le importaba caer en lo más profundo de la miseria humana.

Y era en ese momento cuando llegaba la vergüenza, aderezada de unas lágrimas que empezaron a caer sin control por sus mejillas, al mismo tiempo que se le cerraba la garganta y una opresión empezaba a martillearle el pecho.

Quizá era verdad, había llegado demasiado lejos, y era el momento de parar.

O quizá no.

🖤

—Tienes quince minutos para recoger tus cosas. Te esperaré fuera, y si tardas más, tendré que entrar a buscarte.

Elizabeth frunció el ceño y se cruzó de brazos. Observó a Leonard, molesta. Éste acababa de aparcar frente El Gorrión, después de haberla recogido en el apartamento esa misma mañana.

—¿Qué piensa Vittorio, que me voy a atrincherar ahí dentro?—protestó ella.

Leonard se encogió de hombros.

—Son las órdenes del jefe, y yo te las hago saber.

—¿Qué será lo siguiente? ¿Tenerte haciendo guardia en mi puerta?

Leonard carraspeó.

—No lo diga muy alto, señorita Colvin...

—Por Dios, Leonard ¿Qué te pasa conmigo? Deja de llamarme así.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora