26. Sabe Dios que lo intenté

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Juliano amaba tanto la vida que jamás pensaba en la muerte. Un error, podría ser, pues lo único seguro de vivir es morir. Pero él se sentía tan poderoso, tenía tantas cosas por hacer y por ganar, que se creyó inmortal. Por eso, cuando se vio reflejado en el espejo que presidía una de las paredes de su ostentoso salón dorado, creyó no estar viviendo una realidad. Por primera vez en su existencia, Juliano se sintió amenazado, acorralado, vulnerable ¿La culpable? Una criatura perfecta, dulce y divertida, nacida para servir, amar y cuidar. Una mujer. Su mujer.

—No sé de qué me hablas. Tú eres Dolly, mi Dolly... y necesito que te calmes, bonita. No deberías de estar manejando una pistola, no quiero que te hagas daño.

Patético. Su mirada de cordero degollado, su voz temblorosa, las manos llenas de sudor y la maldita pajarita, que le ahogaba como si fuera una soga al cuello. Dejó de mirarse, pensando que así quizá podría sentirse algo más digno. Por el rabillo del ojo intuyó como la figura de Elizabeth se alejaba de su lado, y frente a él, la incrédula mirada de Puzo. Por un momento creyó ver en él su salvación. Quiso gritarle para que tomase la pistola del aparador y arreglase el desaguisado que él mismo había creado al montar esa parafernalia absurda. 

Pero no lo hizo, porque dentro de su ego desmedido, intuía que esa noche en vez de morir una vez, lo haría dos veces.

—No serás capaz—murmuró Juliano, mirando a Vittorio a los ojos. Éste le mantenía la mirada.

—Cállate—ordenó Dolores, pensado que le hablaba a ella—. Y no me mientas, Frank. Lo sabes perfectamente. O si no...—dirigió la mirada hacia Vittorio—. Díselo tú, que también me conociste a mi y a mi hermana.

No hacía falta que Vittorio dijera nada. Cuando Juliano escuchó ese nombre sintió como todo se le revolvía por dentro. Culpa, culpa, culpa y más culpa, ese sentimiento cristiano que anegaba las almas de los hombres como él, a pesar de sus actos inmorales, pecados mortales que creía sanar después de una confesión incompleta. Claro que sabía de lo que hablaba, claro que había recordado, pero la culpa era corrosiva, le hería por dentro y se extendía como una infección descontrolada por todo su organismo. La negación era más sencilla, y menos dolorosa, la acción más parecida a poder volver atrás en el tiempo y enmendar los errores que le habían llevado hasta esa situación.

—Cuéntale lo mismo que me has contado a mi, Frank. Excúsate—sugirió Vittorio mientras miraba a Juliano a los ojos.

La frialdad de Vittorio hizo que Juliano pasase de la pena a la rabia en cuestión de segundos. El hombre aguantó el impulso de tirar la mesa a un lado y estrangular a Vittorio, de agarrar a Dolores y golpear su cabeza contra la pared, de tomar a Elizabeth y hacerle daño delante de ese desgraciado que solo merecía sufrimiento y dolor.

—Hijos de puta...—alcanzó a decir Juliano—. ¿Estáis compinchados? ¿Os habéis atrevido a amenazarme de muerte en mi propia casa?

—¿Yo? El que ha querido darme una sorpresa de cumpleaños has sido tú.

Juliano apretó los dientes. Aunque la expresión de Vittorio era seria, estaba seguro de que interiormente estaba disfrutando, regodeándose de verle con una pistola clavada en la nuca. Ese cabrón era un psicópata, Juliano estaba seguro de eso. Pero fuera del odio que le tenía, el hecho de tener a su Dolly a punto de pegarle un tiro le preocupaba más. ¿Tan grave había sido lo que le había hecho? ¿Entonces por qué le había demostrado tanto amor y cariño? No, no podía ser, ella no era capaz de eso. Por ello tomó aire y empezó de nuevo.

—Dolly...—Juliano desvió la mirada hacia el reflejo del espejo—. Tú y yo sabemos que fue un accidente, cariño. No se a qué se debe esta violencia contra mi.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora