—El verdadero hombre es aquel que controla sus pasiones, no el que se deja dominar por ellas.
El joven reprendido apenas había bebido de su vaso con limonada, su refresco favorito desde siempre, muy por delante de la soda o de la ya archiconocida Coca-Cola. La calurosa tarde de verano invitaba a ello, pero las duras palabras de Lorenzo Puzo le habían cerrado la garganta. Tan solo se limitó a mirarle, con el semblante serio y sin moverse ni un milímetro del sillón de mimbre sobre el que descansaba.
—Siempre has sido un muchacho astuto, inteligente y reflexivo. Te pagué una educación, te construí un porvenir. Ahora que empiezas a formarte como adulto te estás desviando hacia los falsos placeres que terminarán por convertirte en un hedonista sin juicio. Aléjate de todos aquellos que dicen ser tus amigos, pero tan solo nublan tu mente y te empujan a convertirte en un ser que se alimenta únicamente de alcohol, cocaína y mujeres. No quiero eso para ti, Vittorio. No quiero eso para nuestra familia.
Vittorio bajó la mirada, incapaz de mantenérsela a don Lorenzo Puzo. Era consciente de que lo que había estado haciendo no era lo correcto, de que se estaba convirtiendo en un pusilánime, como aquel hijo de puta que le había engendrado. Apretó los labios y los puños. Tuvo ganas de golpearse a sí mismo, de castigarse por estar decepcionando a la única persona que creyó en él cuando era un delincuente juvenil, famélico y afligido por el trauma. De hecho, esperaba recibir un lección de su parte, porque no merecía otra cosa. Sin embargo, lo que sintió fue una mano amiga tocando su hombro y un cariñoso beso en la mejilla. Cuando levantó la mirada se encontró con el único hombre que merecía ser llamado padre, observándole desde la cercanía.
—Algún día aprenderás que lo más importante en la vida no es el poder ni el goce. Es simplemente amar, y ser amado a cambio.
Los oscuros ojos de Vittorio se empañaron en aquel momento, pero se mantuvo firme. Asintió, sin vacilación.
—No volveré a decepcionarte.
—Lo sé, hijo mío. Lo sé.
🖤
Vittorio apretó los dientes, gruñendo. De su cuello colgaba un fino cordón de oro, rematado en una cruz, que se balanceaba hacia delante y hacia atrás, acompañándole en su coreografía más salvaje. Sentía las manos de Elizabeth sobre la espalda, al principio a través de sus caricias y después con el dolor punzante de sus uñas clavándose en su piel. Aquello le hacía dar aún más de sí. Sus labios se fundieron en un beso lascivo, sin que se detuviese el movimiento de sus caderas, que chocaban en un ritmo constante contra el cuerpo de la joven. La notó estremeciéndose al mismo tiempo que un dulce gemido escapó de su garganta, y eso le animó a acelerar antes de darle la estocada final. A pesar de haberse protegido, no quiso arriesgar y se separó de ella antes de llegar al éxtasis. Vittorio cerró los ojos y apoyó los brazos sobre la cama, jadeando.
—Cazzo... agh...
Sus figuras apenas se intuían, desdibujadas en la oscuridad de la habitación, que tan solo era iluminada por las estridentes luces artificiales que entraban del exterior. El cabello del hombre, normalmente peinado y encerado a la perfección, caía sobre su frente como una cortina negra y aterciopelada. Aunque pudiese parecer un dato menor, para él aquel era otro paso más para destruir su imagen de estoicismo, limpieza y terrorífica seriedad. Otro más para mostrarse humano, demasiado humano. Pero... ¿a quién pretendía engañar? Con ella, esa batalla estaba prácticamente perdida desde hacía más tiempo del que quería admitir.
Con un suspiro, Vittorio se dejó caer boca arriba junto a Elizabeth, a quien no detuvo cuando, disculpándose con un hilo de voz, abandonó la cama para encerrarse en el cuarto de aseo. Y es que una vez acabada la pasión, venían los pudores y las preguntas. Vittorio no pudo evitar cuestionarse qué era lo que pensaría ella de lo que estaba ocurriendo entre los dos, qué vería en él y por qué razón le había entregado su intimidad por segunda vez ¿Placer, lujuria, deseo... sentido del deber? Vittorio no podía culpar al alcohol, al trabajo o a la fase de la Luna. Quizá la culpa fue del tango, o quizá de ninguna otra cosa que no fueran ellos dos. Él también terminó por levantarse y decidió que, por decoro, vestiría su ropa interior. Encendió la luz de una de las mesitas y caminó hacia el enorme ventanal de la habitación, retirando la cortina para disfrutar de espectaculares vistas nocturnas de la ciudad que había desde el lujoso hotel St. Regis, situado en el corazón de Manhattan. Allí habían terminado la noche, casi sin meditarlo, después de tres tangos y un beso furtivo en un callejón sucio.

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Éxtasis
RomancePoder, estatus, dinero. Con medio Nueva York a sus pies, don Vittorio lo poseía todo para disfrutar de la buena vida. Sin embargo, el joven jefe de la familia Puzo tenía el alma rota. Quizá por eso no sintió ni un ápice de culpa después de enviar a...