64. El último cuervo blanco

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"Oh Dios... ¿Y qué demonios  pensabas dulce y pequeña Helena Candiani?" —pronunció mi nombre como si fuera una burla —"¿Qué en la vida real de verdad llega el valiente valiente, luego de haber cruzado la mitad del mundo, galopando sobre un ridículo corcel blanco, sólo para rescatar a su pequeña princesa, cuya única cualidad es que podría quedarse esperando hasta que los gusanos le coman los ojos? ¿No estas un poco grande ya para ese tipo de historias?" —sonrió. Sus ojos brillantes me miraban a través del espejo; con ese plateado escalofriante que los caracterizaba; como si emitieran su propia luz: la luz de una bestia, de un gato, de unas pupilas deslumbrantes perfectamente encerradas dentro de una canica de tejido transparente—"Déjame contarte un secreto Helena, algo que todo el mundo sabe pero que nadie te dice; en la vida real los príncipes y las princesas se rebanan la garganta los unos a los otros y no les tiemblan las manos... ¿Quieres saber por qué?" —se sintió como si se acercara a mí, a pesar de que no podía hacerlo. A pesar de que ella solamente estaba dentro de mi cabeza —"Porque harán lo que sea para obtener la corona" —su mano atravesó el espejo y su tacto de hielo, se sintió como vórtice helado que se cerraba alrededor de mi garganta. Por la sensación de líquido caliente que comenzó a escurrir, supe al instante que aquello estaba pasando realmente, y que no había sido solo un roce o una idea, y que antes de apretar con fuerza mi esófago, una de sus garras me había cortado la piel—"Así es pequeña y dulce, dulce Helena, aún hay muchas gargantas que destrozar, porque resulta que el mío es un juego un poco diferente. Yo no estoy jugando para obtener una corona, estoy recuperando la mía.  Y sí para que vuelva a su sitio tengo que arrancarle los brazos al que no quiera soltarla, o hacer rodar la cabeza del que ha osado ponérsela mientras yo dormía, que así sea."

—Alondra Calles



La escultura de hielo que estaba justo al centro, se robaba todas las miradas de los que estaban ahí; admirándola como si fueran un montón de polillas completamente hipnotizadas por el resplandor de un poste de luz.

Unos aros gruesos de metal le daban la vuelta, soltando vapor de colores cada tanto.

¿Era algo parecido al nitrógeno congelado para ayudar a que no se derritiera? ¿O solo los habían puesto ahí para que se viera excéntricamente bien?

Me perdí mirándola mientras una de las edecanes me colocaba una pulsera de hule, con un chip, alrededor de la muñeca.

"Así puedes salir y volver a entrar todas las veces que quieras, sin tener que lidiar con ese cadenero cara de pedo atorado" —me sonrió mientras usaba un aparato en forma de pistola para activarle.

*Beep*

"¡Listo!" — me puso en una mano un bolígrafo metálico, con plumas neón en la parte de atrás y en la otra una bebida —"¡Diviértete!"

Llevaba puesta una gorra que decía; Queen Beer, y un par de chongos a lo Chun-Li de Street Fighter.

"Gracias"

Las luces de ambientación que colgaban del techo y giraban como un móvil constante, hacían que la tinta de los bolígrafos se viera como si estuviera hecha de láser, como si tuvieras en tus manos un diminuto sable de Star Wars para hacer todos los garabatos que se te ocurrieran.

Había cosas escritas por todas partes... incluso sobre los cuerpos de las personas. Desde frases lindas, garabatos, juegos de gato... hasta penes dibujados sobre los rostros de los que ya estaban demasiado tomados.

Los meseros iban y venían con esos trajes de pingüino, pero en vez de que su moño fuera todo negro, tenían lucesitas y en lugar de llevar un peinado impecable y un rostro pulcro, sus caras estaban ocultas tras una máscara hecha de pintura que brillaba en la oscuridad; haciendo que perecieran espectros serviciales en colores neón.

El día en que mi reloj retrocedió  [Completa✔️✔️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora