18. Una fiesta de niños

8.5K 2.1K 235
                                    

Bajé el vidrio de la ventaja del copiloto del auto de mi madre, como quien abre cuidadosamente la envoltura de un regalo de dudosa procedencia.

Justo a la entrada del Fraccionamiento Club de Golf Quinta Mercedes, a sabiendas de poder jactarse de escoger a aquellos que consideraban dignos de entrar, de entre todos los que jamás podrían hacerlo, yacían erguidas en todo su esplendor, un par de alargadas plumas vehiculares color aluminio viejo.

Y como si la entrada no fuera ya lo bastante imponente con sus letras a juego, colocadas sobre un discreto relieve para aparentar estar incrustadas dentro de un precioso jardín horizontal, dos pares de gigantescos y rústicos arcos de ladrillo rojo lo abrazaban todo con obvia magnificencia, dejando en claro que aquí terminaba un mundo y allá comenzaba otro...

Porque mientras a unos diez metros de la gloria, una señora de unos 70 años seguía haciendo de todo para sobrevivir un día más, a pesar de haber perdido hacía no mucho, una de sus piernas gracias a una diabetes de diagnóstico tardío y a una vida dura y tan llena de ignorancia como faltante de posibilidades...

Unos diez metros adentro vivía la señora Marbella Rangel cuya única preocupación en la vida era la de inventarse una nueva y aparatosa enfermedad psico-somática cada semana, para así lograr seguir acaparando la atención de su marido con un arma muy diferente, pero igual de efectiva, que su belleza que comenzaba a cobrarle los años para emprender su camino hacia la decadencia.

Uno de los vigilantes de la entrada, cuyo uniforme asimilaba bastante a la vestimenta de un soldado de gala pero en distintos tonos de vino, no parecía tener ganas de quitarnos los ojos de encima a mi madre y a mi... examinandonos con creciente curiosidad, extrañeza pero sobre todo, con un disgusto que no se esforzaba por disimular.

El no era muy diferente a nosotras; piel morena, cabello negro azabache, y ojos oscuros y brillantes, como todos los que tenemos sangre indígena fluyendo con evidente espesor dentro de nuestras venas... y aún así, de alguna forma... el simple hecho de custodiar esa puerta, lo hacía sentirse como si ni siquiera fuéramos merecedoras de pararnos sobre el mismo suelo que él.

Hizo una mueca de disgusto mientras se rascaba detrás de la oreja con la yema de sus dedos y marcaba un nuevo número en su celular, con la esperanza de que esta vez sí le dijeran que no podíamos pasar... pero para su evidente descontento, no tuvo el éxito que tanto esperaba y tuvo que levantar una de las plumas como si le pesara su par de buenas toneladas y a la vez, casi puedo asegurar que sintió que le había abierto de par en par, las puertas de su propio cielo terrenal a unos criminales declarados, dispuestos a romperlo todo.

Y he de decir que el infeliz tenía tal vez un poco de razón... solo un poco.

Mi pobre madre estaba tan acostumbrada ya a bajar la mirada cada vez que le sucedía algo similar, como resignada a aceptar que su identidad siempre sería una pesada carga.

En cambio a mí jamás; ni en esta, ni en mi otra vida, me costó trabajo mirarles de regreso, lo cuál siempre les causaba un desconcierto acompañado de incomodidad mientas a mi se enchinchaba la piel en zones de victoria.

Al adentrarnos, no tardamos demasiado en llegar a La casa club del fraccionamiento, porque a final de cuentas en este caso aplicaba a la perfección la clásica frase de Todos los caminos llevan a Roma.

La casa club era bastante grande, al estilo de un chalet suizo de madera; como tratando de darle ese toque hogareño a la ponzoñosa bestia del clasismo, y de alguna forma el inmenso campo de golf conectaba a todas las casas entre sí, colindando con sus jardines traseros... eso me facilitó las cosas.

El día en que mi reloj retrocedió  [Completa✔️✔️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora