53. La hora de las bestias, los espíritus y los malditos

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"Ayer usé mi guitarra, la piel de una mujer extraña y dos botellas de un Whisky que me escoció la garganta, para evitar ver a la peor versión de mí mismo, aferrándose a algo que hace mucho tiempo se fue."

—Damasco Cortés




Y así pasaron algunos meses... tal vez tres o cuatro, tal vez medio año.

Había días que se sentían como una eternidad, pero también estaban esos en los que abría los ojos y de repente, ya era de noche otra vez.

Supongo que esas cosas pasan cuando estás en negación... porque después de aquella visión sobre el Coliseo de las Bestias y todo lo que había sucedido ahí, nada había vuelto a ser lo mismo... no para mí.

Mis días y mis noches se habían vuelto extraños, y en mis conversaciones con otras personas nunca estaba ahí, no realmente.

A veces sólo contestaba en automático.

En realidad, creo que eso era todo lo que hacía: andaba en automático por la vida.

Comía en automático.

Me arreglaba en automático.

Hacia la tarea en automático.

Me saturaba de cosas que hacer para que mi cuerpo y mi mente tuvieran con que distraerse y así pudiera darme el lujo de escapar; de no pensar; de hacer de todo en vez de lidiar con lo que tenía enfrente.

A veces por las noches me levantaba llorando, empapada en sudor frío y con taquicardias. Ya ni siquiera sabía si era por las visiones de la gente muriendo, o por la puerta inmensa que no podía abrir por más que lo intentara, o si era culpa del coliseo, o... si era todo.

Y cuando se volvía insoportable, sobretodo en las horas más bajas, me colaba a la habitación de Damasco, para usar sus audífonos y su walkman mientras dormía... eso me tranquilizaba; me hacía regresar, volver a sentirme yo, Helena Candiani, y no un ser extraño atrapado dentro de una pesadilla que no tenía fin.

Su voz dulce, gruesa, varonil, sus notas en perfecta armonía, el imaginar esos dedos largos y ásperos acariciando la guitarra con suavidad.

Entonces y solo entonces, conseguía volver a respirar con normalidad, a engullir migajas de paz.

Y una vez que conseguía calmarme, lo volvía a poner todo en su lugar, y salía casi de puntitas de ahí.

Él se había dado cuenta una vez... solo una, de las primeras.

Porque justo al volver a acomodar sus cosas en dónde las había dejado, había enredado el cable de sus audífonos, con uno de sus muchos vasos y tazas de agua y café, que llevaban tanto tiempo ahí, que incluso las hormigas ya les habían perdido interés.

Entonces él se había parado de golpe; como solía hacerlo.

Porque resulta que tenía el sueño muy muuuy ligero; como una mariposa, o una pluma... como alguien que está acostumbrado a que lo necesiten, a estar listo, a funcionar a cualquier hora.

Supongo que ese tipo de cosas te pasan cuando los caminos de la vida te obligan a acostumbrarte a cuidar de un enfermo.

Luego se había echado el cabello hacia atrás para descubrirse los ojos, y me había observado de pies a cabeza, analizando cada parte de mi cuerpo hasta que terminó fijando sus ojos amarillos y vibrantes, sobre mis pechos; esos ojos que se encendían con la más mínima luz; y una vez prendidos, estaban listos para devorar lo que fuera.

El día en que mi reloj retrocedió  [Completa✔️✔️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora