25. Corvus

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Llegué a la finca de mis abuelos pedaleando con todas mis fuerzas, exigiéndole a los músculos de mis piernas más de lo que podían dar. Mi ropa estaba empapada en sudor, mi mandíbula temblando y me había mordido el labio inferior hasta hacerlo sangrar, cuando estuve a punto de derrapar por el sendero de cáscaras de macadamia.

Brinqué de la bicicleta como si estuviera en llamas, sin darme cuenta que las llamas las traía dentro. Luego corrí directo hasta el baño contiguo a mi habitación logrando escabullirme con prisas para que nadie me viera.

Tan pronto puse un pie dentro, azoté detrás de mí la puerta de aluminio con fuerza, como quien busca esconderse de sus propios demonios, y abrí la primera llave que encontró mi mano, para meterme de inmediato bajo el chorro de agua fría, con la falsa esperanza de limpiar mi rostro, mi cuerpo y mi alma.

Tardé bastantes años en darme cuenta que el agua nunca fue diseñada para limpiar un alma, pero sí hay una forma de hacerlo, y es a través de la confesión. Y no me refiero al tipo de confesión tradicional, dentro de las iglesias y los templos, mientras te disfrazas de anónimo y te paras detrás de una puerta de madera calada para que quien está del otro lado te diga que "absuelve" tus pecados siempre y cuando cumplas ciertas condiciones.

Me refiero a la delicia de sentir esa ausencia de condiciones, a la simpleza en la acción de lamernos mutuamente las heridas hasta hacerlas sanar, para sentir qué en este mundo hay alguien dispuesto a vernos sin tapujos, y refugiarnos en esa persona, y dejar que esa persona se refugie en nosotros. Como si fuéramos cómplices de un crimen: el crimen de haber nacido humanos.

Pero yo me había convertido en un espejo roto, con mil caras. Y sabía qué si algún día era lo suficientemente valiente o estúpida como para mostrar todas mis cartas, acabaría dentro de un psiquiátrico para pasar el resto de mis días.

Abrace mis rodillas con fuerza, después de dejarme caer en una esquina. El agua seguía cayendo sobre mí, pero me resistí a moverme.

Después de un largo rato, tuve que agarrar fuerzas para irme a la cama, y a pesar de que me daba terror quedarme dormida, por todo aquello que podía encontrar dentro de mi cabeza, al final los párpados de mis ojos cedieron ante el cansancio.

Me sentí caer dentro de un oscuro agujero en forma de un espiral infinito que al parecer no tenía fondo.

Quise abrir los ojos pero cada vez que lo intenté me sentí caer con más fuerza.

De repente sentí algo pesado agarrar con fuerza las cuatro extremidades de mi cuerpo, y cada pequeña fibra de mis músculos se congeló.

Mis pupilas quedaron fijas en las grietas del techo de la habitación, y ni siquiera las cuerdas bucales dentro de mí garganta quisieron respóndeme para emitir sonido alguno.

El pánico se adueñó de mí.

Casi podía sentir la tibieza de la respiración de algo o alguien a sólo centímetros de mi cara.

Las cosas de la recámara comenzaron a vibrar con fuerza, como si las capas de la tierra se estuvieran esforzando por aniquilar el momento. Revelándose en contra de lo que sea que estaba ahí. Madera, porcelana y plástico vibraban unos en contra de otros, como si alguien estuviera taladrando dentro de la habitación.

Y aún dentro de la oscuridad que se esforzaba por conquistarlo todo, me pareció ver la silueta de un cuervo.

Sentí sus alas moverse de entre las sombras hasta cubrirme de pies a cabeza.

El temblor no cesaba.

Devuélveme lo que es mío —exigió una voz que vibró sobre mi piel—Yo también tengo algo que es tuyo.

El día en que mi reloj retrocedió  [Completa✔️✔️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora