Veintiuno

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Kija la llevó a casa.

Las luces estaban apagadas -el reloj del salpicadero daban las dos de la mañana- así que el abuelo debía estar dormido. El muchacho aparcó frente de la casa de los Son y Yona no pareció darse cuenta del momento en el que llegaron, ni cuando el peliblanco apagó el motor y solamente estuvieron alumbrados por las farolas que se distribuían a lo largo de la calle.

El muchacho apretó el volante con fuerzas cuando los segundos pasaron y ella seguía sin reaccionar. Más pálida de lo normal y con la mirada oscurecida, se limitaba a observar un punto cualquiera de la calle, con la mente a miles de kilómetros de allí.

—Yona...

Ella parpadeó y expulsó el aire de los pulmones, como si le hubiera costado un triunfo volver a la realidad.

—Ah, muchas... gracias, Kija, y siento las molestas de traerme— le miró y sonrió. O, al menos, eso pensaba que hacía ella, porque para el chico fue más bien una mueca.

Cogió la manilla y abrió la puerta, antes de salir. Kija dudó un segundo y eso fue suficiente para que sus manos se cerraran en el aire en el momento que iba a cogerla. Abrió la boca para decirle algo -cualquier cosa...-, pero nada salió de sus labios.

Y la vio marcharse, sin echar una mirada atrás, como un cuerpo etéreo y fantasmagórico, regio e imponente.

Una princesa que había perdido un reino, pero que no necesitaba una corona.

Ocaso (Akatsuki No Yona)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora