Marcus Wilson.
El tipo más ausente de toda la compañía era, muy irónicamente, el más mencionado –al menos cuando del equipo de diseño se trataba. Por comentarios pasajeros me enteré que Marcus era dueño de la mitad de la compañía. La otra mitad era de Robin. No me entraba en la cabeza como alguien que se mostraba tan decidida podía dejar que un tipo la deje haciendo todo el trabajo duro y tenga el tupé de disfrutar de un abultado cheque todos los meses.
Pero más allá del chisme, sabía que eso definitivamente afectaba a otras personas.
Luego de la primera semana, el diagnóstico era evidente: falta de liderazgo, motivación y, sobre todo, sentimientos ambivalentes por parte de los empleados hacia la compañía. Para peor, mi llegada despertaba poca simpatía entre muchos de ellos.
Circulaba el rumor de que había llegado a Erie para reestructurar Zommers, dejar a la mitad del staff sin empleo y reemplazarlos por personas más jóvenes y capacitadas. Estaba acostumbrada a ello, pues era un fantasma que me había acompañado desde que había comenzado a trabajar por mi cuenta, pero ya sabía cómo lidiar con eso. Sin embargo, no imaginé encontrar hostilidades en casi la mitad de los equipos. Mucho menos descubrir que la mayor referente entre ellos era nada más y nada menos que Elise.
No sabía qué era exactamente lo que le pasaba por la cabeza, que creía que haría yo en Zoomers ni tampoco por qué había decidido pretender que no nos habíamos visto antes. Si tenía que ser sincera, esto último me molestaba más que todo lo demás (aunque me parecía igual de ridículo).
Para el final de la semana, me encontraba tan agotada que apenas podía moverme. El esfuerzo que significaba tratar de conectar con las personas con las que iba a trabajar era desproporcionado. Apenas hablaba con ellos en contextos de reuniones, ni hablar cuando nos encontrábamos por casualidad en la cocina al prepararnos un café o en el comedor durante la hora de almuerzo. Por fuera de eso, pasaba la mayor parte de las horas en soledad.
Llegaba a casa y era exactamente lo mismo. Un constante déjà vu de lo que había sido la semana y de los días por venir.
El viernes por la tarde, dejé mis cosas tal como estaban en el escritorio y me dispuse a huir del edificio. Necesitaba un baño caliente y una copa de vino para poder quitarme de encima toda la tensión acumulada.
De camino al ascensor, vi a Elise ingresar también y, pensando que no me esperaría, aceleré el paso.
—¡Un momento! —pedí, apresurándome.
No conté con que mis tacones me darían una mala pasada, mucho menos con que sería incapaz de evitar tropezarme con la muesca de la entrada del elevador.
Caí de bruces al piso, justo a los pies de Elise quien, por un breve instante, se quedó petrificada frente a mí.
Si la semana había sido fatal, qué mejor que coronarla con una espectacular caída.
—Ouch... —Pensé que me había roto ambas rodillas, pues el dolor se expandió a través de mis huesos, haciéndome temblar y gimotear—. Mierda, mierda, mierda...
—Dios mío, ¿estás bien?
Escuché su voz y alcé la vista, encontrando primero sus piernas largas, eternas, envueltas en unos pantalones ajustados y luego sus ojos mirándome desde la altura.
Elise se puso en cuclillas y recogió mis cosas, que yacían desparramadas a nuestro alrededor—. ¿Qué haces, cómo se te ocurre correr así?
—Pensé...
—¿Que no detendría el ascensor?
Esta vez había compasión en su mirada; la primera señal de humanidad que me dirigió en toda la semana. ¿Acaso tenía que romperme la cara para que me hablara como a una persona?
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La distancia entre nosotras ©
RomansaIncapaz de soportar el dolor de su corazón roto, Vanessa decide aceptar un empleo en la remota ciudad de Erie, Pennsylvania, donde espera recuperarse de los estragos emocionales producto de su fallida relación con Amanda. Pero sus esperanzas de no v...