XVI. Duel

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Las pisadas contra el pasto y la maleza que rodeaba el bosque era el crujido constante que resonaba contra sus tímpanos. Ese y el golpeteo de su pistola contra el cinturón, aunque fuera un hombre metódico, solo detenerse haría que el cañón dejara de balancearse en su cadera y también le permitiría cerrar los ojos y escuchar una vez más el silbido de los árboles, que era tan imperceptible para quienes no se tomaban el tiempo de escuchar.

Cualquiera tenía la capacidad de oír, John estaba convencido de eso.

Pero solo unos pocos lograban escuchar, si de verdad se concentraban, el silbido de los árboles mientras el viento danzaba a través de sus hojas.

Entonces al plantar los pies sobre el suelo, John cerró los ojos y respiró profundo hasta llenar sus pulmones con más aire del que estaban destinados a reservar. Se quedó ahí unos diez segundos, a los tres dejó de escuchar las pisadas de Alexander y a los siete sintió su mirada sobre él.

Esa indiscutible mirada de extrañeza, llena de calidez y carisma, cargada de ganas de continuar viviendo a pesar de que ninguno sabía el cómo, pero eran demasiado obstinados para decirlo en voz alta.

Por eso se entendían. Por eso seguían juntos. Por eso no se había rendido en el proceso.

—¿Arrepentimiento de última hora? —creyó escuchar la voz de Alexander más cerca de lo que debería.

—Nunca. Solo pensaba.

—¿Seguro? Porque si te pasa algo, yo mismo te revivo para darte una paliza, John —quería pensar que el pelirrojo estaba bromeando; sin embargo, estaba cien por siento seguro de que él era capaz de hacer lo que estaba declarando.

—Te creo —respiró una vez más—. Solo estoy cansado. Y quiero descansar.

—¿En qué sentido? Porque tú eres el que me repite que estamos en una guerra y que no tenemos tiempo para trivialidades, Laurens.

—Ahora solo andas jugando —abrió uno de sus ojos y comprobó de lo que hablaba.

A unos cinco pasos de distancia, Alexander estaba parado con una sonrisa de inocencia, haciéndose el que no sabía de lo que hablaba, cuando bien había sido el que lo había llamado por su apellido. Solo por esa expresión de falsa sorpresa, John tuvo ganas de rodearlo con sus brazos y esconderlo en un cajón para que no fuera lastimado por nadie.

Vaya chiste.

—Cómo sabes que no lo digo de verdad, ¿eh? —en lugar de acercarse a él, Alexander retrocedió sin darse la vuelta y con las manos entrecruzadas en su espalda, se encogió de hombros— No puedes leerme la mente, John.

—Ahí estás hablando como persona.

—Pues Lee mandó a decir con Edwards que no llegáramos tarde —le guiñó un ojo.

—Ese maldito granuja —siseó John con una sonrisa que cubrió sus palabras—. Dime que piensas lo mismo que yo.

—Pienso lo mismo que tú —como si de verdad pudiera hacerlo, Alexander revisó a ambos lados para ver si había gente alrededor o cerca de donde estaban—. No hay moros en la costa.

Y como si lo hubieran planeado, John caminó a zancadas hasta alcanzar a Alexander quien tuvo que pararse de puntillas para rodear el cuello de él con sus brazos. Debajo de un arce rojo, el aroma que el viento traía consigo era el de cerezas dulces en el fondo del paladar de quien estuviera probándolas o de flores de almendras, una promesa de amor incluso después de la muerte.

Una que podía estar cercana para John, quien solo quería descansar, en todo el sentido de la palabra. A diferencia de lo que podía aparentar, a John le gustaba dormir, el tomar una larga siesta sin preocuparse por el mañana era por lo que se iba a la cama todos los días, cerrar los ojos y no tener que despertarse temprano.

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