XX. Valley Forge

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Valley Forge, enero de 1778

Llevaba quizá unos diez minutos reclinado contra el marco de la puerta. A lo mejor más, pero como se trataba de un francés que no parecía conocer los límites de un cuerpo humano, John supuso que seguramente a la larga se cansaría de andar observándolo en la vacía habitación haciendo nada y se iría con Meade o Harrison a quién sabe hacer qué. Sin embargo, Laff seguía ahí, sin inmutarse o mostrar signos de fatiga, su peluca impoluta debidamente peinada mientras se observaba las uñas y aparentaba ser un fantasma porque ni siquiera lo había saludado.

Si John se había ido de la oficina de los aides era porque no le gustaba que lo observaran trabajar. Le molestaba tener ojos encima por cada movimiento que hacía y peor era hablar de los ruidos que había sin parar, demasiada charla sin sentido para su gusto, cuando lo que se les pedía era cumplir encargos y traducir cartas para que Washington tuviera la menor idea de lo que le estaban pidiendo desde Francia.

Pero lamentablemente también estaba consciente que, si no le hablaba a Laff en ese momento, el hombre se quedaría pegado contra la puerta hasta el siguiente invierno. Por ese mismo motivo, suspirando de cansancio, levantó la mirada y dejó el tintero descubierto para que inconscientemente no demorara tanto y por ende no se secara la tinta. De reojo, lo observó una vez más esperando que su amigo interviniera.

Y como se lo temía, no pasó.

—¿Algún motivo por el que estés parado sin hacer nada?

—Hasta que pareces unir puntos, lady Hamilton.

—¿No tienes algo importante qué decir? ¿No? —rechinó los dientes y se giró por completo en la silla de madera— Bien, puedes irte por donde viniste y no regresar hasta que algo de verdadera importancia ocurra.

—Ugh, sí que andas estresado, me pregunto por qué —el marqués había ignorado su petición e incluso se atrevió a sentarse en la otra cama vacía, dándole palmaditas para reforzar su punto—. Le petit lion.

—Marie-Joseph Paul... —farfulló entre dientes, aguantándose las ganas de levantarse y sacarlo a rastras de su habitación— No. No. No voy a dejar que me desconcentres, necesito terminar esto para hoy y si ni tú ni Meade ni Tench tienen la mínima sutileza para entender eso o ayudarme, les agradecería que me dejaran en paz. ¿Escucharon?

La última pregunta la hizo en general, esperando que con suerte sus demás amigos y compañeros escucharan su grito de auxilio y lo compadecieran en su desgracia. Una desgracia de casi dos metros que no sabía cómo mantenerse cuerdo por el momento.

Sorprendentemente, nadie respondió. Y por lo general ante tal amenaza siempre había uno que saltaba para defenderse frente a las injurias que alguno pudiera decir en contra del otro.

Pero como había mencionado hace unos segundos, John no escuchó nada, ni un quejido ni siquiera un par de pasos para decirle que bajara la voz. Entonces, levantándose de su silla y colocándose el saco del uniforme —cuya tela para confeccionarlo se la había enviado su padre—, comenzó a sospechar de la extraña aparición del marqués en su habitación.

—Bien eso fue raro. Voy a ver qué está pasando y a averiguar si nuestros compañeros han sido tomados de rehenes finalmente —aunque parecía que hablaba en broma, John caminó hasta el pequeño perchero de madera donde colgaba su bolsa de cuero y se la cruzó por el pecho para salir a averiguar de qué se trataba toda esa pantomima que al parecer habían organizado sin su conocimiento.

—¿Seguro que quieres ir a buscarlos a ellos?

—Si no lo hago, eso significa más trabajo para ambos. Y eso inició cuando mandaron a Hamilton a Albany, si quieres que te lo recuerde. No. Espera —sonrió con malicia dándole una última mirada antes de salir de la habitación—, su Excelencia te tiene tan protegido que ni trabajo de oficina haces. Cuidado se le cae una uña al marqués.

—Estás exagerando completamente. Y cada vez estoy más seguro que necesitas un masaje de Alexander, Jawn. Para bajarle unos quince caballos a tu nivel de estrés —ni siquiera lo estaba viendo, sino que Laff había dicho todo eso jugueteando con los mechones blancos sueltos de la pequeña coleta de su peluca.

—Y definitivamente te han enviado para probar mi paciencia. ¿De quién fue la idea? Habla ahora o calla para siempre —lo amenazó e intentó que sus ojos azules parecieran ser dos sables que no dudarían en atravesar su angustioso trasero francés.

—Adivina, mon ami. Empieza con Alexander y termina en Hamilton.

Y eso no podía ser cierto, hasta donde había tenido noticias, Alexander había partido a Albany y su estancia allá se había extendido más de lo previsto porque había agarrado una fiebre de la que esperaba que estuviera mejor. Eso había sido por diciembre si las noticias no habían llegado tarde. En realidad, la habitación en el campamento de Germantown había sido solo de John desde que se habían mantenido separados, poco tiempo antes de su partida ambos habían confesado una que otra cosa y ahora no sabía cómo pasar desapercibido y obviamente había fallado en su intento por el repentino interés del marqués en ellos.

Tal vez ninguno de los dos lo había sido. Y por eso mismo, su corazón se mantenía alejado de su cuerpo y era más seguro que no le estaba llegando la sangre suficiente al resto de su cuerpo ni a su cerebro en todos estos meses.

Y aquello no tenía el permiso de cambiar de la noche a la mañana.

John esperaba un aviso. Una carta. Un mensaje. Algo que lo preparara para la noticia.

Entonces, le llegó el balde de agua fría. Técnicamente hablando no eran nada. John mismo le había pedido que solo fueran una casualidad más que una secuencia. O eso había pensado. Y quizá nunca se lo había dicho a Alexander.

—Si eso fuera cierto, me hubiera avisado —refutó cruzándose de brazos. La seguridad de sus amigos había pasado a segundo plano.

—Y lo hizo —se señaló, asimismo—. ¿O prefieres cartas que tardan quince días en cruzar una ciudad? ¿No? Debí adivinarlo.

—A ver. Déjame ver si entendí. ¿Los demás aides no están en sus puestos de trabajo porque están con Alexander?

—Los chicos no están porque estuvieron dándole la bienvenida al campamento, y te dejaron para el final. Para que le des el recorrido especial.

—¿Ellos?

—Sí.

John no tuvo que escuchar más para poner en marcha sus piernas y bajar las escaleras a la velocidad del rayo, incluso cuando sabía que la habitación de Lady Washington estaba junto a la suya y seguro la iba a terminar despertando —o quizá no porque a quién se le ocurría dormir en la tarde—, pero era poco decir que estaba emocionado por volver a ver ese rostro salpicado por las gotas del mismo sol. Y cuando lo vio parado en medio de las cabañas, con sus zapatos sucios de haberse dado una que otra vuelta por el lugar, no pudo reprimirse y lo saludó agitando la mano con ánimo, como si estuviera yéndose en un barco y él se había quedado en la orilla.

Incluso tenía ganas de correr y estrujarlo en sus brazos hasta que se quedara sin aire. Pero entonces recordó que había demasiadas personas y solo se acercó con cautela a darle la mano.

—Alexand... —fue interrumpido por el pequeño apretón de los brazos del hombre contra su pecho, quien no dudó en abrazarlo luego de estar meses separados.

—También te extrañé.

—Y yo a ti —le dio unas palmaditas sobre la cabeza, revolviendo sus rizos ocres en el proceso, una sonrisa se asomó en sus labios—. ¿Te doy un recorrido por el campamento?

—Me encantaría eso.

Y si se fuera a embriagar de algo, lo haría con esa sonrisa que le dedicó.

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N/A OKAY ESTE ES PURA ADORABILIDAD Y LAFF NO CALLÁNDOSE. Añadí a unos cuantos aides y me siento orgullosa de eso, también leí unas cuantas cosas sobre los chicos, así que me siento realizada. Espero que les haya gustado tanto como a mí. Amo el dúo Laff y John amiguis. Para esa última línea del shot, me inspiré en algo que Bar escribió :3

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