XIX. Snowy

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Si había algo que le molestaba a John, era despejar la entrada de su casa cuando caía la nieve. Simplemente no sabía por qué de todos los lugares en los que podía llegar a parar la cosa blanca esa, debía terminar cubriendo su porche y sobre su auto. Una opción que le había dado Vegobre era despejarla una vez a la semana, menos trabajo por supuesto, pero cuando la cantidad de nieve era demasiada como para intentar cruzar con vida, se terminaba arrepintiendo de su decisión e incluso le daban ganas de traer a rastras al sueco para que él mismo arreglara su trastero.

Pero no lo terminaba haciendo. Ya sea por pereza o porque la nieve le daba la excusa perfecta para decir cuando llegaba tarde al trabajo. Sin embargo, una de las cosas que más lo estresaba era cuando esta nieve retenida se empezaba a derretir y se mezclaba con la tierra de su jardín, haciendo que su color blanco natural se tornara asquerosamente grisáceo y a veces hasta café ennegrecido.

Aquel no era un color del que estuviera orgulloso de explicar su origen.

Es por esto que su nueva rutina se transformó en quitar la nieve en la tarde-noche, justo cuando esta estaba lo menos dura, pero lo suficientemente asentada. A pesar de que al día siguiente siempre amanecería con una nueva capa, más fina por supuesto, y por ende más sencilla de despejar.

Ese le parecía un método favorable. Sí, usar la pala y tirar a un lado la nieve para que lo dejara tranquilo al menos por unas horas y durante lo que sea que durara el invierno en Nueva York.

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Si había algo que le molestaba a Alex, era regresar por la noche del trabajo y encontrar su patio cubierto de tierra, ramas secas y nieve de dudosa procedencia. Por más que antes de salir hubiera dejado todo descubierto, cuando regresaba de dar clases nocturnas en la universidad comunitaria, incluso su tacho de basura estaba cubierto por esta extraña sustancia.

Claro que tenía sus teorías. Bien podía ser que un extraño ser del más allá creía que la nieve era un tipo de tributo, y por supuesto como era el ser humano más notable de toda la Tierra, él era el merecedor de aquel increíble regalo. O que alguien se estaba haciendo el listo y le estaba jugando una broma, y como él dormía durante la mañana y desaparecía en la tarde-noche, nunca podría ser capaz de confrontarlo.

A ciencia cierta le gustaba más la primera opción. Al menos así abarcaba un cierto grado de importancia que un maestro de adultos y jubilados no tenía a simple vista.

Y en cambio, para la segunda opción, conforme pasaban los días de su infinita tragedia, en la cabeza del pelirrojo se estaba formando el maquiavélico plan contra quien le estaba poniendo el jardín de cabeza.

Eso hasta que un día de esos amaneció con la nariz roja, sin poder abrir los ojos porque la luz le molestaba y la garganta más seca que la canela. Casi muere al verse al espejo y según William lo haría de verdad si se atreviese a ir al trabajo con esa cara.

O lo despedirían por darles un ataque al corazón colectivo a todos sus alumnos en años para que aquello fuera mortal. Incluyendo a Cletus, el conserje.

—No te vas a morir si no das clases un día, Alexander —William le subió el pie al brazo del sofá luego de convencerlo por décima vez que debía de permanecer acostado.

Primero se había escapado de la habitación, eran más o menos las seis de la tarde, y hace media hora se suponía que debía estar entrando al salón.

—Me estás obligando a no hacerlo. Mañana, mañana será —también estaba seguro de que su propia voz estaba exagerando sus síntomas.

Tampoco era que tenía tanta fiebre.

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