20. ALEXIA

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Abro los ojos, poco a poco. Me despierto en unas sábanas que no son las mías. El sol ilumina suavemente la habitación al filtrarse la luz levemente por algunas de las rendijas de la persiana. Julian no la bajó del todo. Siento un brazo bajo mi cuello que uso como una almohada. El otro brazo está justo sobre mi cadera, sutil, solamente apoyado. Mis ojos miran de frente el pecho desnudo de Julian.

Mierda... Me derrumbé dándole vueltas a toda esa mierda de vida... Esto es lo malo del alcohol. Puede hacer que te olvides, pero también puede hacer que lo último que hagas es olvidar. Te hace pasar una mala jugada. La mente se pone en tu contra y no puedes hacer nada más que llorar.

Julian y yo nos besamos en la fiesta del almacén. Estuvo bien. La verdad es que no soy de ese tipo de chicas que se creen que un beso significa algo más. El problema de esto no soy yo, eso seguro, va a ser Julian. Puede que ahora no esté en el bando de la República, pero eso no quita que lo haya estado por mucho tiempo. Es romano, ellos son románticos por naturaleza propia. Por lo general, son ellos los que tienen ese concepto de que los besos en la boca solo demuestran amor y deben de ser en sitios reservados, no en público.

Me levanto con cuidado para que no se despierte. No me apetece entablar una conversación ahora mismo con alguien capaz de hacerse ilusiones conmigo, no al menos recién despierta, tumbada a su lado en ropa interior prácticamente. Se tensa un poco, pero vuelve a relajarse enseguida.

Me ha contado muchas cosas. Me ha escuchado. Pero nunca había estado en su habitación y eso es motivo para sospechar.

Abro todos los cajones y lo remuevo todo, en máximo silencio. Busco algo, cualquier cosa que lo conecte directamente con esos idiotas que nos gobiernan. Nada. No tiene nada.

Ningún micrófono. Ninguna cámara. Ninguna tableta de cristal. Ni siquiera un informe. Solo hay hojas en blanco y un bolígrafo. Ninguna de esas hojas está escrita, porque sí, las he revisado una a una.

No hay nada.

En el armario ha doblado y colocado la ropa de manera ordenada, toda esa ropa que le dio Careg. El baño parece limpio. Tiene un par de jabones a mano, un cepillo de dientes y su pasta dental en un vaso de plástico, además de unas cuantas toallas colgadas.

No tiene nada que lo conecte al Ejército, eso hace que me fíe un poco más de él. Me siento un poco culpable por no creerle y acusarle cuando solo me dice la verdad.

Sí, es probable que Julian no esté actuando, que todo lo que me diga es cierto. Está aquí de verdad. Es solo que le cuesta adaptarse a esto.

Me lavo la cara y termino de quitarme todo el maquillaje que ayer no pude eliminar. Por suerte es poca cosa. Me miro en el espejo. Veo la cicatriz de la ceja y recuerdo cómo me la hice al meterme en aquella pelea callejera. La calle te hace duro.

Mi vida es oscura, quizá siempre lo sea.

Me derrumbé por la misma razón que hace que las columnas viejas termine por caer: el paso del tiempo. El tiempo las erosiona, las desgasta y termina por destrozarlas. Si alguien es capaz de resistir tanto como el Coliseo de Roma o las Pirámides de Guiza... Supongo que es un cabrón con mucha suerte. El tiempo te consume, por mucho que trates de mantenerte fuerte. El tiempo pasa factura a todos.

Balanceo a Julian. Él frunce el ceño y se gira, dándome la espalda y sin hacerme caso. Así que esas tenemos. Julian se tapa la cara con la almohada en el momento en que levanto la persiana y la luz del sol entra sin piedad por toda la habitación. Hay humo en la ciudad y cuando abro la ventana no puedo evitar sentir el olor a quemado.

Julian se resiste a quitarse la almohada de la cabeza y me hace gracia. Me recuerda a Pete. Le vuelvo a balancear.

—Cinco minutos más, baja eso, por favor—me pide.

La Muerte de la Revolución (#LMDLR1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora