Prólogo

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Siempre me he preguntado si soy distinto a los demás. Quizá todos somos diferentes. O, tal vez, todos son tan similares, que yo soy el diferente.

Toda mi vida sentí que no encajaba en la sociedad. Creí que al crecer y madurar eso cambiaría. Pero, por el contrario, me di cuenta de que mis sentimientos y emociones eran distintos a los de los demás. Debido a esto, siempre tuve el sueño de vivir en el extranjero.

Cuando cumplí veintiún años tuve la oportunidad de hacerlo realidad. Sin pedirle permiso a mis padres, postulé a un intercambio estudiantil a España. Aunque era consciente de que tendría que vivir solo al otro lado del mundo por cinco meses, reuní el valor suficiente para hacerlo. Sabía que era mi única oportunidad de experimentar una sociedad distinta a la mía.

En Perú, no importaba hacia dónde mirase, siempre podía sentir el rechazo. Crecí escuchando a las personas decir "mariquita" y "cabro" como insulto. Incluso en la televisión lo hacían. Debido a eso, nadie quería ser tildado de gay. Era humillante y denigrante.

Desde pequeños, la sociedad nos enseñó cómo debían ser los hombres. Ese espectro incluía ser el macho alfa, el encargado de mantener económicamente a la familia, amante del fútbol, voz gruesa, postura firme y siempre líder. Además, no podían llorar, hablar de sus sentimientos ni tener miedos. Y, sobre todo, debían ser la pareja y, eventual esposo, de una mujer. No existía otra opción. El amor solo podía existir entre dos personas del sexo opuesto. Era una obligación tanto moral como legal. Toda conducta fuera de esa fórmula era inconcebible.

Un adolescente como yo, que creció en ese ambiente, solo podía pensar que estaba mal ser uno mismo. Lograba entender que las mujeres podían quedar embarazadas y los hombres podían tener mayor vello facial, pero, no entendía por qué no podían gustarme los chicos. No le hacía daño a nadie con eso.

Durante mucho tiempo creí que algo dentro de mí estaba mal. Los príncipes siempre se casaban con las princesas. Los chicos siempre invitaban a salir a las chicas. Los caballeros siempre rescataban a las damiselas. Pero ¿qué pasaba si yo quería estar con un chico? ¿Eso significaba que no era digno de ser un príncipe? ¿Un caballero no podría rescatar a otro caballero?

No sé si todos pasaron por esa situación, pero yo lo hice. A pesar de que en el fondo sabía que me gustaban los chicos, tuve que cerrar esa puerta con llave y tratar de actuar como los demás. Durante un tiempo funcionó, pude jugar a ser un chico heterosexual, pero luego se volvió duro y difícil. Llegó un momento en el que ya no sabía quién era realmente. Aunque me costó mucho aceptar la realidad, intenté hacerlo. Sin embargo, no podía terminar de ser yo mismo en Perú, debía encontrar una escapatoria.

Cuando se presentó la oportunidad de viajar a Murcia, postulé sin pensarlo dos veces. Sabía que sería duro. Nunca había vivido solo, pero debía intentarlo. No estaba seguro si España era realmente una sociedad con mentalidad abierta, pero, al menos no podía ser peor que Perú.

Recuerdo que lo que más me emocionaba antes del viaje era la posibilidad de salir con chicos. Podríamos caminar de la mano por la calle, sin que nadie nos reclame, ni nos mire feo o llame al serenazgo. Durante cinco meses podría experimentar lo que era enamorarse realmente de un hombre, sin preocuparme por lo que piensen los demás.

Creo que, cuando subí a ese avión, mi objetivo era encontrar el amor...

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