Capítulo 6

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Uno de los beneficios de ser considerado Erasmus era la discoteca Bada. Esta era exclusiva para alumnos de intercambio, no nos cobraban entrada y los martes había cerveza y sangría gratis. Además, hacían eventos especiales y vendían tragos a precios bastante accesibles, comparado con las discotecas comunes. Aunque todo sonaba muy atractivo y prometedor, el principal defecto era el estrecho local. Cuando se llenaba de gente, se volvía un ambiente incómodo. Era casi imposible caminar. Llegar a la barra resultaba todo una odisea. Se ponía peor cuando tenías tus bebidas en la mano y querías reencontrarte con tu grupo de amigos. Lo que menos me gustaba era que el piso siempre estaba pegajoso. Era como si todos derramaran sus bebidas.

Nunca me hubiera imaginado que en las discotecas europeas ponían reguetón y latín. Parecía que no era solo ahí, porque mis amigas francesas e italianas sabían de memoria las canciones. Mientras bailábamos, las iban cantando y, aunque no pronunciaban todo a la perfección, no lo hacían nada mal. Me daba curiosidad saber qué tanto lograban entender, ya que, para ser sincero, a veces ni siquiera yo entendía las canciones.

Usualmente iba con Rafael, Guadalupe, Colette y Felipe. Bada era el punto de reunión de los alumnos de intercambio, por lo que siempre te podías cruzar con algún compañero o conocido de la universidad. El interior de la discoteca era el único espacio libre de españoles. Bueno, con excepción del barman y el gorila que cuidaban la entrada.

Entre las fiestas temáticas que hacían, solían tener eventos centrados en cada nacionalidad. Al terminar mi primer mes en Murcia, la fiesta estuvo centrada en México. Felipe fue con su bandera, camiseta y hasta se pintó la cara. Sorprendentemente, no fue el único. Casi todos tenían algún emblema mexicano.

Ese día, Rafael y Felipe fueron los elegidos para ir a la barra por los shots de tequila. Guadalupe y yo nos quedamos separando la mesa.

– ¿Cuántos matchs tienes? – le preguntó Felipe a Rafael mientras caminaban de regreso hacía la mesa.

– Recién me descargué la app hoy día. Aún no la uso – dijo Rafael – ¿tú? –.

– Creo que quince o veinte, no estoy seguro. No las cuento – respondió Felipe orgulloso de su logro.

Nunca había usado ninguna aplicación de citas. Me daba miedo lo que podía pasar, ya que no sabías con quién estabas hablando realmente. Además, siempre me pareció una ruta fácil para las personas desesperadas.

– ¿Y tú, Nicolás? – me dirigió la pregunta Felipe.

– Ninguno – respondí negando con la cabeza – ni siquiera la he descargado –.

Los ojos de Felipe se abrieron de par en par.

– ¡¿Por qué no has descargado Tinder?! – exclamó.

Incluso con la música, creo que todos pudieron oír su pregunta.

– Porque no sé... no es lo mío – traté de argumentar.

– Pero estas en Europa – dijo – ¿no quieres salir con ninguna europea? –.

Europea... mujer...

No tenía interés en ellas.

A pesar de eso, creí que Felipe tenía razón, en cierta manera. Llevaba un mes en España y él único gay que había conocido era el de mi clase de Periodismo y Cine, Mateo. Pero, él me daba miedo. Sentía que era muy directo y hablaba mirándome a los ojos. No apartaba su mirada en ningún momento. Me intimidaba.

Y bueno, también estaba João. Pero aún no estaba seguro de su orientación sexual. Así fuera gay, no sabría como hablarle o decirle para salir.

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