Capítulo tres.

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CARACOLAS

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CARACOLAS.

Los Hamptons, 2007.

—¡Vamos, dulce, sonríe! La exhibición será divertida.

A diferencia de todos los veranos, este año mis padres habían alquilado una pequeña casa en Los Hamptons junto a la playa. Aunque claramente estaba decididos a hacer de estas vacaciones educativas.

¿Qué es lo primero que se viene a la mente en la playa? Arena, sol, mar, olas, gaviotas, helado...

En otras palabras una playa.

Pero como no, Robert y Anna East creen firmemente en que la forma más educativa y sana de pasar las vacaciones es en una galería de obras de arte del siglo diecinueve. Sueño de toda niña, lo sé.

—¿No podemos ir a la playa? —pregunté por cuarta vez en el camino —Es más divertido, siempre vamos a esas galerías.

—Dulce, estás culturizándote —respondió papá otra vez —¿No crees que es interesante conocer a los antiguos pintores?

—Iremos a ver pinturas de hombres muertos, no los conoceré a ellos sino a cuadros que rayaron.

—Caelia, por favor —reprendió mamá molesta —¿Qué te hemos dicho del sarcasmo? No es digno de una señorita.

—No es digno de una señorita —repetí al unísono. Suspiré molesta —Lo siento, papá.

—Está bien, cielo. ¿Quieres algo de beber? Quizás eso haga más ameno de nuestra actividad.

Asentí y nos detuvimos en un pequeño mercado que estaba justo en frente de la playa; lugar desde donde escuchaba que venían infinitas risas de niños y el sonido del oleaje chocando con la orilla.

Mi cuerpo estaba acalambrado por ir sentada en el asiento de en medio, rodeada por las sillas para auto de mis hermanos. Este viaje familiar fue horrible, los bebés lloraron tres cuartas partes del trayecto.

Tomé la mano de papá cuando bajamos del coche y caminamos hacia uno de los puestos en donde vendían comida.

—Buenas tardes, ¿podría darme una botella de jugo de naranja? —preguntó mi padre a lo que la mujer detrás del mostrador asintió y le entregó el pedido.

—Un dólar con cincuenta.

Papá pagó por mi jugo, el cual bebí de un tiro; adoraba el jugo de naranja y moría de sed y calor. No sabía nadar, pero tan solo con mojar un poco mis pies en el mar sería feliz.

—Volvamos al auto con mamá. —me indicó mi padre aún tomado suavemente de mi mano.

Comencé a caminar cuando una coleta castaña llamó mi atención. Una niña estaba de espaldas a mi junto a cuatro niños más, todos mirando un puesto en el que vendían juguetes para playa.

Un beso con sabor a durazno [Vittale #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora