4. Reflexiones

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PRIMERA PARTE: EL ACCIDENTE

Punto de vista de Samuel

Me es difícil seguir sus reglas y al mismo tiempo temo que me estoy acostumbrando a ellas demasiado rápido. Estoy contaminado, ya no soy el que era cuando recién me instalé en esta, que ellos, llaman Ciudad. Veo los pisos inferiores y la miseria en la que están sumidos los que viven ahí.

He conocido a alguien, se llama Ariel Velt... ella es diferente, de todos los demás que he conocido aquí, en esta Ciudad, no es sólo lo que veo de ella, salvó a su hermana de una muerte segura, sacrificó su propio bienestar por el de la pequeña. Atendí sus manos casi calcinadas, sólo en esa ocasión se separó de la pobre niña. Ella se llama María, sólo tiene once años, fue intervenida para la reconstrucción de su pierna izquierda... no murió "repentinamente" en la cirugía, es demasiado joven y, además, protegida de uno de los miembros de baja categoría de los que dirigen el Centro, un tal Mateo Harel.

Hasta que conocí a Ariel Velt sentía que moriría, ella me trajo una luz de esperanza.

Adjunto la información de las muestras de sangre que he tomado de algunos de los sobrevivientes, que fueron treintainueve, sólo quedan doce, entre ellos Ariel y María. No sé qué encontraré, pero tampoco sé qué buscar... quizá no deba saberlo.

Presiono el botón de guardar. Mi tableta está decodificada para que nadie detecte mi bitácora. Yo no soy de Sekail, mis orígenes no son muy claros, mis primeros y más viejos recuerdos son muy difusos.

Paso mi brazo izquierdo por el escáner de la puerta del cuarto de María Velt, se revela mi nombre: Samuel Daken. Entro al cuarto, la niña sigue dormida, Ariel está a su lado, sujetándola de la mano, llora... me sorprende, las lágrimas, en Sekail, en particular en el Centro, son algo poco común. Tengo la sensación de que esto que estoy viendo algo que no debería presenciar. Sin embargo, ya es muy tarde para irme, el ruido de mis pasos ha llamado la atención de Ariel.

—Lo siento. –murmuro, congelado en el umbral de la puerta.

—No importa. –responde Ariel, se está limpiando el rostro, librándose de esas maravillosas lágrimas.

—Ella estará bien. –le digo, intento tranquilizarla.

—Lo sé, no es la primera vez que me lo dices. –murmura ella, con un poco de mal humor.

Me acerco a la cama, del otro lado, estoy de frente a Ariel. Checo los signos de la niña, la hermana mayor se ha limpiado las lágrimas.

—Se suponía que nada más veníamos al chequeo trimestral, al primero de María y mi madre y yo adelantábamos los nuestros para programar los próximos más fácilmente. –dice–. Mi mamá está muerta, mi hermana casi y no volverá a ser la misma. –dice, y su mirada se engancha a las tracciones que sobresalen de la pequeña pierna.

—Está viva. –comento, reviso su pierna.

—Sí. –dice ella un poco más resignada–. Yo estaba encantada cuando María nació.

—Debió ser una beba muy linda.

—Mucho, tanto que su padre salivaba de sólo verla. –comenta con aire ausente–. Yo no iba a permitirlo... es decir...

—No tienes por qué explicarte conmigo. –respondo, siento una piedra en mi estómago.

—Mati nos ayudó, –la forma en que alude a Mateo Harel, llama mi atención, hasta ahora lo había llamado Mateo, pero asumo que es por el hecho de recordar viejos tiempos–, él se ocupó de mi padrastro... éramos nosotros cuatro. –baja su rostro y se limpia las lágrimas con poco disimulo–. Había prometido que en cuanto fuera posible nos traería a las tres a vivir al Centro.

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