7. Uno y Otro

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Segunda Parte: Familia

Punto de vista de Samuel

El sonido de un correo electrónico entrante me hizo despertar. Recibo ese correo cuando ya he dejado de esperarlo, muy a mi pesar –al principio–, aquí, dentro de Sekail tengo todo lo que me importa: una mujer y una hija hermosa. Me levanto de la cama con delicadeza para no despertar a Ariel.

Agarro la tableta despacio, intentando no hacer ruido y salgo, camino, como de costumbre al cuarto donde está la niña y la reviso en su cuna, duerme tranquila, sin darme cuenta tengo una sonrisa en la cara.

El sonido de mis pies descalzos contra el suelo hace eco por la sala.

Sam, prepárate, vamos por ti.

Dice el mensaje, ya lo sabía. Pero no me puedo ir así como así, dejándolas desprotegidas.

No puedo dejar a mi familia.

Envío ese mensaje. La respuesta es rápida.

—¿Qué pasa? –pregunta Ariel, aún adormilada.

No puedo dejar ni lo uno, ni lo otro.

Dejo la tableta en el sillón, y me acerco a ella, para abrazarla muy fuerte.

—¿Sam? –pregunta ella con preocupación.

—Simplemente lo olvidé, Ariel, sólo eso. –le digo, con voz baja.

—¿Qué cosa? –pregunta ella, pero yo, en el abrazo, niego con la cabeza–. Divagas demasiado en las mañanas. –dice, pasando sus dedos por mi cabello desde la nuca.

—No, Ariel… –le digo, recargada la frente sobre su hombro–, cuando llegué aquí, pensé que todo sería rápido, que en cuestión de meses yo volvería a mi hogar.

—¿Qué quieres decir? –pregunta ella, pero esta vez sostiene mi rostro entre sus manos para poder verme a los ojos.

—Bien sabes tú que no soy de Sekail. –le respondo.

—Siempre lo he sabido. –responde ella, un poco más tranquila casi riendo como si todo esto fuera una broma.

—Tampoco soy de ningún otro lugar parecido. –comento, sin dejar de mirarla a los ojos.

—Pero…

—No aquí, no ahora, Ariel… no tenemos tiempo para eso, y en el poco que tenemos debemos de tomar una decisión más importante.

—No sé de qué estás hablando, Sam, me estás asustando. –dice ella, después de pasarse el nudo por la garganta.

La vuelvo a abrazar como para brindarle seguridad. Aflojo el abrazo y ahora soy yo el que la sujeta del rostro, mirándola a los ojos.

—Ariel, tienes que venir conmigo. –digo.

Con una sonrisa intento tranquilizarla, pero ella en sus ojos tiene rastros de terror.

—Es que no te entiendo nada de lo que dices. –comenta ella con preocupación–. Si no eres de ningún lugar como Sekail, ¿de dónde eres?

—De Fuera. –respondo seco, directo, sin pensarlo.

Ariel parpadea, se libera de mis manos que todavía sujetaban su cara, se aleja de mí, dos, tres pasos y niega con la cabeza.

—Eso es imposible, no hay nada fuera de las paredes de Sekail u otro País. –dice ella.

—Te sorprendería saber qué tanto hay fuera de todas estas paredes, pero te sorprendería más saber lo que no. –comento con tristeza.

Se da la media vuelta y se regresa por dónde vino, unos minutos después la escucho venir de regreso.

—¿Ariel? –le pregunto cuando la veo cargando a la niña en sus brazos y una maleta en el otro hombro.

—Me voy, Sam, te has vuelto loco. –no me ha mirado.

—No, Ariel, no estoy loco. –respondo y camino hacia ella.

—Si eres de Fuera, ¿cómo explicas el chip? –pregunta ella, mirando mi brazo.

Todos tienen un chip, ella, yo, Liz, su hermana, sus amigos, todo Ciudadano.

—Lo he tenido toda mi vida, como tú, como tu hermana, como nuestra hija. Supongo que nací en la Ciudad y no salí de ella antes de que me lo injertaran. –le explico–. ¿Qué sé yo? Lo que sí, es que yo no crecí en Sekail. –le digo–. De alguna manera éste fue bloqueado, como lo otros. Estuvo inactivo años, hasta que vine aquí, cuando tu hermana tuvo ese accidente.

Veo cómo lentamente el rostro de Ariel se transfigura y tiene esa mirada de cómo veía a Mateo Harel años atrás. Tocando una fibra sensible que nunca sanaría.

—¿Es que ustedes –dice eso con un tono de desprecio–, tuvieron algo que ver con eso?

—Quizás.

—¡Bastardo! –grita ella.

Liz, al escuchar el ruido, se despierta, y al sentir la tensión de su madre se asusta y empieza a llorar.

—Pero no como tú crees. –explico–. Hasta donde sé, siempre ha habido infiltrados, pero estamos tan jodidos o más que los que viven en los pisos más inferiores, apenas tenemos tecnología para manipular los chips que tenemos.

—Calma, Liz, mamá está aquí. –dice Ariel con dulzura a la niña en el oído y la arrulla hasta que empieza a calmarse lentamente.

No sé si me ha escuchado.

—La estación inferior de los ascensores siempre fue una entrada, quizá lo descubrieron y tomaron la decisión de hacerlo explotar para impedir que nadie más entrara.

—Supongo que no valió la pena la muerte de mi madre. –comenta ella.

—Una muerte siempre será una muerte. –le digo–. Pero volviendo a lo de la infiltración, siempre habrá quién pueda entrar… o salir.

—¿Cuál es esa decisión importante que hay que tomar?

—Liz.

—Si yo me voy, ella se va conmigo. –dice ella, abrazando fuertemente a la niña, quien ha vuelto a dormirse, pero que se remueve incómoda al sentir el malestar de su madre.

—Créeme que yo quiero lo mismo. –es mi respuesta–. También es mi hija y por muy jodida que sea la situación fuera de Sekail, prefiero que estemos allá que aquí.

—¿Pero?

—¿Tengo que explicarlo, siendo tú y tu hermana víctimas sobrevivientes de lo que pasó cuando tu hermana era una niña?

Su cara vuelve a mostrarme esas transformaciones, mira a Liz por largos minutos, con los ojos llorosos, se pasa un nudo en la garganta e intenta inútilmente contener las lágrimas cuando voltea a verme.

La decisión ha sido tomada. 

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