Extra II

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Cuando Charles abandonó la casa, con el consecuente sonido de las puertas cerrándose a su espalda, lo hizo no sin cierto sobresalto que por poco hace que deje caer su sombrero al suelo.

—Por fin salís de vuestro agradable cubil, Lemierre.

Pero el sistema nervioso de Charles enseguida actuó por él, haciendo que sus pies diesen media vuelta hacia esa puerta de nuevo. Tenía que huir y no pensaba disimularlo. Eso no hizo más que sonsacarle una risotada al inglés. Era la risa del demonio.

—Oh, vamos. ¿Cuánto tiempo llevábais sin salir a disfrutar de los espléndidos días que estas tierras nos regalan?

—...No el suficiente. Buenos días, Maystone.

—Lemierre.

Ese tono de voz de nuevo. Los dedos de Charles se quedaron crispados sobre la poderosa aldaba de aquella puerta, e hizo un soberano esfuerzo por girarse con una sonrisa de lo más cínica en los labios. Especialmente porque junto a las relucientes botas del inglés vislumbró la presencia de Mefistófeles. Otro demonio todavía más miserable, pensó, que le observaba con aquellos ojos tan negros como el carbón con el que el diablo se encendía la caldera.

Darrell quería hablar, y su eterno retintín al nombrarle, casi juguetón al saberse en ventaja por su cancerbero, lo dejaba de manifiesto.

—Maystone —concedió finalmente, rindiéndose en aquel silente duelo de miradas al arrastrar las sílabas.

—Lemierre...

El inglés sonrió, ladino, antes de acariciarle la cabeza al can.

—Agradecería enormemente que me resumiéseis el motivo de vuestra entrañable visita, porque me veo en la necesidad de partir prontamente hacia una cita en casa d...

—En mi casa. Lo sé, mi querido amigo, lo sé.

—No soy vuestro querido amigo, ¿y cómo sabéis siquiera...? Oh, cielos. No iba a vuestra casa, ¿por qué demonios iría a vuestra casa?

—Por el mismo motivo por el que yo vengo a la de vuestro tío.

Y estiró aquellos finos labios en otra sonrisa que, esta vez sí, le hirvió la sangre en las venas.

—Venís a ver a Savary, entonces —concedió Charles, apretando la mandíbula.

—Al igual que vos vais a admirar la belleza de mis nuevos lienzos, ¿me equivoco? Porque no es como si hubiese alguien en mi casa en estos momentos. No, no... Sois un hombre de cultura ante todo.

—Ciertamente. Que pensáseis en la remota posibilidad de ponerlo en duda me ofendería gravemente.

Pero el cinismo duró lo mismo que les duró la necesidad de seguir fingiendo. Nada.

—Vengo a ver a vuestro hermano, osea guste o no —sentenció el inglés con repentina inexpresividad.

—Lo mismo puedo deciros a vos.

—Bien.

—Maravilloso.

—Excelso.

El silencio fue tan sepulcral que hasta un muerto gritaría. Ambos, mirándose fijamente, parecieron ceder imaginariamente en ese duelo. O eso pensaban del contrario.

—Desearía poder irme. ¿Podéis quitar al perro de en medio? —inquirió Charles, comenzando a hinchar la barca al dar repetidos golpes con el pie en el suelo.

—Depende. ¿Vais a hacerle otro hijo a mi hermana?

—¿Y vos? ¿Vais a poner el culo en pompa com-no. No, por Dios. No quiero ni pensarlo. Maldito seáis, Maystone.

—Bienhallado. Estaría encantado de enseñaros muchas cosas, pero me niego a rebajarme a vuestro nivel. Adelante. Pasad, por favor. Ahora que somos familia sería un crimen insinuar que podría ilustraros en otras artes.

Charles abrió la boca para replicar, pero eso le dejó completamente fuera de juego. Por su parte, el inglés volvió a sonreírle de forma encantadora antes de indicarle a Mefistófeles que se pusiera detrás de sus piernas con apenas un gesto. Si era así de obediente, no quería ni saber cuán poco tardaría en morderle la yugular si se lo ordenaba. Charles se echó a temblar.

—¿Gracias...? Supongo. No os entiendo, pero tampoco es que os entienda a menudo.

—Creedme que soy consciente de ello, pero aún así os guardo... cierto aprecio. Hay algo de encanto en la ignorancia de los palurdos —dijo Darrell, invitándole a avanzar por el camino con una pequeña reverencia—. Por favor.

Pero Charles desconfiaba como si estuviera haciendo un pacto con el mismo demonio. Avanzó dos pasos, luego cuatro, y al girarse a mirar a Darrell como si fuera a lanzarle un cubo de agua, decidió que era mejor dejar de cuestionar su extraño comportamiento y echó a andar con cierta prisa.

Cuando ya estaba lo suficientemente alejado sendero arriba, el Lemierre arrugó la nariz. ¿Qué era eso? Giró la cabeza en dirección al inglés que, tal y como acababa de suponer, había soltado una carcajada que hizo eco en el area y que el viento la entregó como si fuera un cañonazo. Pronto lo entendió.

El motivo de su risa desquiciada no era más que el balín peludo que, raudo y casi como si volara sobre el camino, galopaba a la velocidad suficiente como para alcanzar al pobre francés y balanzársele en lo que procesaba esa información.

—Maystone, maldito Maystone de... ¡Maldito seáis, hijo mal nacido de una sucia p...!

Pero los iracundos gritos y maldiciones de Charles de poco sirvieron cuando Mefistófeles amenazaba con morderle las botas por mucho que echara a correr colina abajo.

Darrell, por supuesto, no se movió del sitio. Se limitó a contemplar aquella preciosa obra de arte que, enmarcada en el horizonte, llegaba a sus ojos y sus oídos como si los mismos ángeles lo hubieran tejido para él.

Era una lástima que nadie más salvo el joven Lemierre que le juzgaba desde la puerta de la casona viera su sonrisa triunfal cuando dio media vuelta.

Era también una lástima que, por consiguiente, aquella tarde Darrell no sólo no gozara de la compañía de Sylvain a solas, sino que además fuera obligado a atender la minúscula mordedura de Charles personalmente.

Tanto Charles como Darrell creyeron evidente que no era necesario permanecer juntos tanto tiempo en la misma habitación en silencio pensando en lo que habían hecho, pero Sylvain insistió. Tal era su castigo.

Tal era también el castigo de ambos no ver la pícara sonrisa que decoró los finos labios de Sylvain cuando este abandonó la casa para salir a pesar, dejándoles a solas con sus cargos de conciencia inexistentes.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora