9. Amarás al prójimo

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Las gotas de lluvia apenas se diferenciaban unas de otras en su empapada figura, a la cual no parecía importarle demasiado el estado de sus prendas. Sylvain, consternado por verle de aquella forma, frunció los labios en una delgada línea y le instó a que se resguardase en el interior.

—¿A vuestra merced no le molesta que manche sus delicados suelos con barro? —inquirió Jacques con una sonrisa burlona y con un montón de paquetitos finos de cartón bajo su brazo.

—Entra y calla, vaya a ser que te mueras de una pulmonía por mi falta de hospitalidad.

—Eso no me preocupa —en ese momento, una de las criadas más jóvenes cruzó el pasillo de la entrada en dirección a la cocina, mas miró al Chardin por unos momentos, sorprendida. Sabiendo que les miraba, Jacques le guiñó un ojo a la chica, haciendo gala de sus encantos. Cuando la muchacha, ruborizada, se internó en las cocinas, continuó hablando—. Sé que en caso de que caiga enfermo estaré bien atendido.

—Eso no te lo crees ni tú —le reprochó—. Y deja de cortejar a mi personal de servicio. Vas a causar mala impresión.

—¡Que piensen lo que quieran! Nada ni nadie podrá arrebatarme esta dicha que traigo hoy. Ni la lluvia siquiera.

Atónito, Sylvain le contempló. A todas luces se veía que irradiaba alegría por los cuatro costados; por motivos desconocidos, claro está. Sin embargo, a pesar del aspecto tan penoso que mostraba con sus vestiduras mojadas, casi parecía más un mendigo sin hogar.

—Ya sabes —Jacques le sonrió con picardía, mientras levantaba la barbilla del joven con una mano, sutilmente—. Dicen que el corazón de aquel que ama alberga el amor de todos los amantes que son amados. ¿No es maravilloso?

—Eso no termina de tener sentido y es ridículamente empalagoso —protestó el noble, retirando su mano—. Y contrólate un poco, mi madre está en casa.

—-¡Válgame el cielo! —exclamó una voz femenina a sus espaldas— ¿Cómo no me has avisado de que monsieur Chardin venía, hijo? Desde luego... En eso te pareces a tu padre. Siempre todo de improviso y de sorpresa.

—No, madre, yo no...

—¡Madame Lemierre! —exclamó Jacques, visiblemente encantado por su presencia— Sin duda la belleza no os abandona ni en los días más oscuros de lluvia. ¿Cómo estáis?

Sylvain, fulminando a su compañero con la mirada y pidiéndole a Dios que le cerrase la boca, hizo un gran esfuerzo por hilvanar tantas excusas como pudiera sobre el por qué de su presencia en casa. Sin embargo, su propia madre sonreía complacida, y dejaba escapar una risita a través de sus labios carmín. Aquello se le estaba haciendo demasiado incómodo de digerir.

—No seáis adulador, Chardin —dijo Anne-Marie, agradecida—. Además, ¿qué os trae por aquí? ¿Y cómo es que mi hijo no te ha dado ropas secas ni lumbre?

—Madre, intentaba deciros que yo...

—¡No es molestia, señora mía! Tan sólo venía a dejaros los pedidos de seda y algodón que encargásteis la semana pasada, pero el mal tiempo ha retrasado un poco mi llegada, y por eso llego a estas horas. Soy yo quien debe disculparse humildemente.

—¡Pero qué caballero! Ni se os ocurra disculparos, Jacques. Dejad aquí vuestras cosas mientras os traen algo de abrigo, que parecéis un gato mojado. ¡D'Aramitz! ¡Clementine! ¡Las mantas de la habitación de invitados! —tras llamarles a voces, la mujer entornó sus ojos hacia el joven Lemierre, quien intentaba intervenir sin parecer descortés— ¿Ibas a decir algo, Sylvain?

Aliviado, el chico no dudó en hablar con total libertad.

—Sí, madre. Veréis, lo que trataba deciros era que...

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora