11. El ángel en la casa

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Acompañando a los primeros pero no menos brillantes rayos del alba, un par de ojos celestes se abrieron con lentitud.

En su oído, el suave y constante latir de un corazón conocido para él entonaba su habitual melodía, casi interpretada con monotonía. Para el noble, aquellas deliciosas notas eran más que música
Le transmitía el hecho de que compartía su misma realidad en el mismo momento, con la sola diferencia de que éste último aún volaba perdido en sus sueños, ajeno al despertar del nuevo día.

Curvando sus labios en una sonrisa que nunca jamás vería nadie, Sylvain cerró los ojos una vez más, dándole la espalda al sol que le instaba a levantarse con insistencia. El aroma a tierra mojada todavía impregnaba los cabellos del Chardin, y le pareció que era algo cautivador. ¡Cuantísimos detalles tan insignificantes y de infinito valor! Éstos, sin duda alguna, eran el mejor regalo que podía tener. El guardarse esos pequeños secretos para él mismo le condecía un valor incalculable.

Creyendo que seguía dormido, Sylvain se abrazó a su torso semidesnudo, abierto en parte por su camisa de algodón mal abrochada. Aquella sensación de hogar... ¿Qué más podría necesitar en aquellos momentos? Jamás en su vida se había imaginado a sí mismo compartiendo su propia cama.

Sintió entonces el movimiento de su cuerpo y por acto reflejo abrió los ojos. Sin embargo, no tuvo tiempo para reaccionar cuando el otro lo besó castamente, sin pronunciar palabra alguna. Sobresaltado por aquel repentino saludo, Sylvain se vio al borde de la taquicardia.

—Buenos días —era la primera vez que oía la voz de su amigo tan ronca—. Creo que al final me quedé más tiempo de una hora...

—Menuda credibilidad tiene tu palabra.

—¿Qué más da? —bostezó Jacques—. Lo importante es que no me has echado a patadas.

—Lo haré si no te levantas y te vistes. Chrystelle puede venir en cualquier momento.

—Entonces le dirás que no entre y me escabulliré por la ventana como Romeo.

—Romeo disponía de una enredadera. Aquí te matarías.

—En ese caso —murmuró, descansado su cabeza sobre el pecho de Sylvain— cinco minutitos más.

—Ayer me pediste una hora y te excediste siete.

—No importa; al fin y al cabo el sueño se pasa como un sólo segundo, así que verdaderamente cumplí con mi palabra.

—Eso es una desfachatez —repuso Sylvain, arrugando el entrecejo—. Y apártate de una vez o te prometo que te tiro al suelo yo mismo.

Aquello provocó las risas de su compañero.

—¿Ah, sí? ¿Tú y cuántos más como tú?

Ofuscado, intentó liberarse de su peso. Como si se hubiese espabilado por completo en cuestión de segundos, Jacques lo apresó entre sus brazos con una risa divertida.

—Te lo he advertido —le dijo, haciendo acopio de fuerzas mientras intentaba no reírse.

Por desgracia, al girar sobre sí mismo y lograr desestabilizarlo, Sylvain consiguió no sólo tirarlo de la cama, si no que arrastrase consigo el jarrón de porcelana china que reposaba en la mesilla de noche.

Poco fue el escándalo que se formó en cuestión de segundos. Como cabía esperar, pronto se oyeron unos apresurados pasos a través del pasillo, cada vez más cerca. Aterrorizado, Sylvain se levantó como alma que lleva el diablo, enseguida arrodillándose junto a Jacques.

—Vale, siento la caída pero métete debajo de la cama, ¡rápido!

—Ésta me la vas a pagar, Sylvain —susurró con urgencia.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora