París, 1780
El valiente corcel dio un gran salto salvando el abismo que ante ellos se abría y galopó con todas sus fuerzas hacia la fortaleza que, magnífica e impenetrable, se alzaba sobre la colina. Era éste un animal fiero, noble cuanto menos y siempre fiel a su jinete, portador del arrojo y el honor que los dioses le habían concedido.
El espeso humo negro, junto con las partículas de ceniza que flotaban en el aire, comenzaron a elevarse sobre los torreones más altos del castillo y, a medida que se acercaban, casi oían los alaridos de sus habitantes. Con un poco de suerte podría distraer al dragón y conducirlo a la zona del foso, cuyas murallas rodeaban el ala norte del palacio, pero para eso necesitaba tiempo y éste no le sobraba precisamente. Debía actuar con la velocidad de un rayo, aun cuando su cuerpo comenzaba a mostrar los primeros síntomas de agotamiento.
De repente, el estruendo de un profundo y feroz rugido sobre sus cabezas les hizo frenar de golpe. Por desgracia, el dragón fue más rápido e inteligente que ellos y pronto se alzó cuan monstruoso era sobre las almenas. Sin darles tiempo a reaccionar plegó las alas contra su escamoso cuerpo, lanzándose en vuelo picado hacia el caballero y su montura.
Haciendo uso de su templanza, el fornido caballero desenvainó la espada casi sin pensarlo y la alzó sobre él, apuntando a la bestia. El hierro forjado a fuego brillaba como una estrella enrojecida a causa del reflejo del moribundo atardecer que, al igual que aquella colosal criatura negra, ya tenía su final escrito.
Entonces, un abrasador fuego se materializó entre las fauces del dragón, y justo cuando iban a ser envueltos en llamas...
—¡Señorito Lemierre! ¡A comer!
El chico bajó la rama que cumplía con el papel de espada, y miró a su cuidadora con el ceño fruncido.
—¡Estaba a punto de matar al dragón, Chrystelle! —refunfuñó soltando el palo en la hierba.
—Pues creo que vuestro dragón puede esperar mientras almorzáis —sonrió la joven de veinticinco años de edad con dulzura—. Si no coméis dudo mucho que podáis vencerle con ese cuerpo tan pequeño y débil.
—No soy débil. Soy el caballero más fuerte de todo el Reino de los Cielos —alegó, aproximándose a ella.
La joven torció el gesto, algo sorprendida por su respuesta.
—¿El Reino de los Cielos? —el desconcierto le hizo repetirlo— ¿Por qué ese lugar, señorito?
El niño levantó su celeste mirada hacia ella, colocando los brazos en jarras. Su alborotado cabello negro se arremolinaba sin ton ni son sobre su pequeña cabecita, y Chrystelle supo que se avecinaría un berrinche para cuando intentase peinarlo.
—Padre marchó al Reino de los Cielos y me prometió que mataría al dragón que asediaba a los ángeles.
Comprendiendo a qué se refería, la mujer emitió un pequeño oh, incapaz de ocultar su momentánea consternación. El niño no parecía darle la misma importancia que ella, por lo que se permitió relajarse un poco.
—De igual manera, el señor Lemierre siempre almorzaba como es debido y reunía la fuerza necesaria para hacer lo que quisiera —lo tomó de la mano, dándole un cariñoso apretón—. Y por eso vos, Sylvain-Dennis Lemierre, debéis seguir su ejemplo y crecer tan bien como él.
—Pero ya tengo diez años. Ya he crecido.
—Oh, me temo que aún os queda mucho por crecer, señorito —se rio la muchacha, meneando la cabeza.
—¿Y no puedo seguir jugando?
—Ya jugaréis por la tarde. Vuestra madre os espera en casa, y me temo que no queréis enfadarla si no llegáis a tiempo, ¿verdad? Además, después de comer tenéis clases de literatura y el señor Savary no gusta de impuntualidades.
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Sylvain ©
Historical Fiction#1 en novela histórica - 29/12/16 De la mano de los ilustrados y de las ideologías liberales, Sylvain-Dennis Lemierre se ve acorralado por la mentalidad aristocrática de su ambiente en la Francia del siglo XVIII, pese a haber nacido en el seno de la...