33. Cadenas

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Habiéndose puesto su peluca con ayuda de Arélie, Sylvain tomó su sombrero y se lo caló con energías. Estaba empezando a cogerle el gustillo a verse tan elegante.

Mientras su madre y Savary estaban de visita en casa de los Maystone para ver a Léonore, Sylvain se propuso darse un paseo por el mercado del pueblo. Bien sabía que era físicamente imposible que tuviera un hijo, pero la idea de que otra criatura más pequeña y adorable cumpliese con ese papel lo hacía temblar de la alegría. Con un poco de suerte los puestos de caza todavía seguirían estando en el mercado y, con ellos, nuevas camadas de perros cazadores.

Se dispuso a abandonar la casa cuando, en algún rincón de la planta baja, creyó oír algo similar a un llanto. Intrigado, siguió el origen del sonido hasta internarse en las alejadas dependencias de los criados. Los que trabajan en las cocinas parecían no haberse percatado de lo que ocurría y, con suavidad, Sylvain llamó a la puerta con tres pequeños golpes.

El llanto cesó de pronto. Tal vez no hubiera sido buena idea querer intervenir, pensó, por lo que procedió a dar media vuelta y marcharse. El chirriante sonido de la puerta abriéndose lo detuvo. Al girarse se encontró con el enrojecido rostro de la chiquilla, que lo contemplaba sorprendida desde el umbral.

—¿Clementine? —inquirió preocupado, aproximándose a ella—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

La joven escondió sus manos tras la espalda, sacudiendo la cabeza. Su mirada se dirigió a las cocinas y, algo temerosa, retrocedió un paso. Viendo que todavía no podía hablar, Sylvain de apiadó de ella y se internó en la estancia, cerrando la puerta tras ellos.

—Puedes contarme lo que te ocurre. No se lo diré a nadie —le dijo con suavidad mientras la tomaba por los hombros.

—No es nada —musitó con voz trémula—. De veras que no es nada.

—Tus ojos no parecen decir lo mismo.

Ante la sonrisa conciliadora que Sylvain le dedicó, Clementine agachó la mirada, ruborizada. Se alejó de él mientras sorbía por la nariz, secándose las mejillas toscamente.

—Ha sido culpa mía. Ayer mientras vos estábais fuera tropecé con la pata de una mesa y tiré al suelo cinco platos de la vajilla del señor Boulard —sollozó, sentándose en la que probablemente sería su camastro, considerablemente pequeño.

—Pero eso le puede ocurrir a cualquiera. No tienes que atormentarte por ello.

—No es solamente eso, señor. Hace un rato me corté por accidente mientras pelaba patatas parar el almuerzo, y la cocinera del señor Boulard me dijo que parase, que no... que no sirvo para nada y que para estropearlo todo mejor me quedase quieta.

Abrumado por su renovado llanto, Sylvain no dudó en sentarse junto a ella. Se fijó entonces en la forma en la que intentaba cubrir su mano derecha. Con cuidado, la tomó para examinarla y, con una pequeña exhalación, procedió a buscar su pañuelo. En la palma de su pequeña mano vio un profundo y alargado corte que, aunque ya no sangraba, seguía abierto.

—Ni se te ocurra hacer caso de lo que te haya dicho esa mujer. Una mala racha la tiene cualquiera y probablemente te lo haya dicho porque se habría agobiado —dijo con dulzura.

—Pero tenía razón, monsieur... No sirvo para nada.

Afectado por el dolor de su voz, Sylvain la observó. La muchacha ni siquiera se atrevía a mirarlo, y seguía sollozando en silencio. Ahora que se daba cuenta, su ya de por sí delgada figura parecía haber perdido masa desde que llegaron a Livorno. ¿Qué clase de estrés tenía la pobre encima como para haber adelgazado tanto? Sylvain se afanó en vendar su mano con el pañuelo, lenta y cuidadosamente para no hacerle daño.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora