5. Promesas

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Como lo prometido era deuda, Sylvain logró convencer a Savary para que lo liberase de su suplicio académico algunos días más tarde. No es que le hubiese supuesto un gran esfuerzo, más bien fue todo lo contrario.

—Si por mí fuera daría las clases al aire libre, pero como me pagan por manteneros controlado no tengo más remedio que obedecer —le hubo dicho con una bonachona sonrisa, cerrando el libro de historia sobre el escritorio—. Anda, marchaos y tomad un poco de aire. No me hago cargo de posibles represalias por parte de vuestra madre, ¿sí?

Por unos momentos Sylvain dudó de su decisión al oír sus palabras, pero no tardó en volver a emocionarse con lo que prometía ser una agradable velada sin hacer absolutamente nada. ¿Qué haría sin Savary? Lo desconocía, y prefería seguir sin saberlo durante muchísimos años más.

Bajo el roble que los había visto crecer, el joven del pañuelo blanco se acomodaba tranquilamente sobre la hierba, observando con atención la expresión de su amigo mientras miraba al cielo. Éste estaba cubierto por un espeso manto de nubes que, a lo lejos, se veían mucho más oscuras. Tal vez, pensó Sylvain, no fue muy buena idea salir aquel día. Podía percibir el débil aroma a petricor en la lejanía.

—¿Nunca has pensado lo maravilloso que sería poder alcanzar el firmamento con la punta de los dedos? —Sylvain extendió su brazo hacia el cielo, simulando que agarraba algo con la mano— Imagínalo, poder sostener una nube entre tus dedos...

—Lo único que lograrías sería verte envuelto en una espesa bruma, donde quizás no diferencies ninguna nube —le había dicho Jacques, poniendo los ojos en blanco.

—Me refería en caso de que fuesen de algodón.

—¿Algodón? Sylvain, las nubes no son de algodón.

—En mi mundo sí —le respondió, divertido, mientras relajaba el brazo—. Creía que lo sabías.

—Me temo que no. ¿Quién te ha metido esa idea tan tonta en la cabeza?

Volviéndose, Sylvain no pudo evitar soltar una carcajada.

—Eres el único que me llena la cabeza de pájaros. ¿Quién va a tener la culpa si no?

—No sé, probablemente tu querida Chrystelle.

—No hablo con Chrystelle de estas cosas —respondió con seriedad—. De hecho, no las hablo con nadie.

Sin esperar a que opusiese resistencia, Jacques se acomodó de forma que su cabeza descansase sobre las piernas del noble, quien se adaptó prontamente. Clavando en él su profundo y negro mirar, el escritor se permitió esbozar una sonrisa.

—Creo que puedo considerarme afortunado por eso, ¿no? Al fin y al cabo veo que recuerdas las historietas que te contaba sobre las nubes y del por qué de la lluvia.

—Supongo que sí. Es difícil olvidar algo tan terrible como eso.

—Vaya, ya habló el experto en letras —resopló el Chardin, cerrando los ojos.

—Oh, por favor, ¿desde cuándo llueve porque los ángeles mean y escupen sobre la gente?

Con una terrible sonrisa, Jacques abrió un ojo.

—Éramos críos con tonterías de críos, pero reconoce que te encantó.

—Me traumatizó, Jacques. Eso es asqueroso.

—¡Era divertido! —protestó con una risotada— Sabes que Dios no te castigará si esas cosas te hacen gracia, ¿no?

—Ya me castiga permitiendo que tú me cuentes esas barbaridades. Sólo espero que no se te ocurra decir esas cosa delante de mi madre.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora