41. Finale

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Taggart alzaba la barbilla casi con suficiencia, mirando a Charles de reojo. Dejó sobre la mesa el cubilete con el que solía jugar a los dados y, con un suspiro, se apoyó con ambos brazos sobre ella.

—Me temo que os he dicho todo lo que sé, buen caballero. No es la primera vez que Ludovic desaparece así como así —había alegado el italiano con cierto regusto.

—Ya, pero el caso es que no me termino de creer que me estéis diciendo la verdad.

—No te esfuerces, Charles. Te he dicho que no merecía la pena preguntar aquí —suspiró Sylvain, reclinándose en su asiento.

Taggart estiró sus labios en una terrible sonrisa.

—Hasta vuestro querido hermano sabe a qué atenerse, ¿verdad, encanto?

—Volved a llamarme así y os parto el cubilete en la nariz —murmuró Sylvain.

—Vais a tener que esforzaros con semejante monumento facial.

La voz de Otto desde dentro de las cocinas de la taberna provocó que tanto Charles como Sylvain ahogaran una risotada con un ruido gutural. Como si no lo hubiera escuchado, Taggart continuó observando a los hermanos con avidez. Fue Charles quien finalmente y sin previo aviso extrajo una pequeña bolsa de cuero y, dejándola caer frente al italiano, reveló con el sonido metálico de la misma su contenido.

—Todos estos florines pueden ser vuestros si nos ayudáis a acelerar el proceso y soltáis todo lo que sabéis —anunció Charles, inclinándose hacia delante de forma amenazadora—. De vos depende si os gustaría adquirir alguna tierra por su precio o llenar vuestra despensa con el mejor vino por un año entero.

—Ah, por fin nos entendemos.

Sylvain se mantuvo en silencio, pues aún estaba procesando lo que acababa de ocurrir. Dedujo que su hermano estaba versado en aquellas prácticas de dudosa honra por tal de sonsacar un poco de información, pero no le desagradó. Por el contrario, lo observó con una extraña mezcla de interés y admiración.

—¿Y bien? No tenemos todo el día.

—No os impacientéis, francesito. Puede que Ludovic me haya dicho que, en los próximos días, iba a retirarse a un pequeño complejo campestre.

Charles entrecerró los ojos, no muy convencido. Extrajo una de las relucientes monedas de la bolsa, bailándola entre sus dedos a propósito.

—Ya... Me temo que eso es demasiado genérico.

—Ya sabéis lo que procede —susurró Taggart con lentitud.

Sin pensarlo mucho, Charles le entregó las primeras monedas. Sylvain vio cómo las recogía casi con ansias. ¿Tan fácil le era vender a su supuesto amigo de aquel modo?

—Oí que ese complejo es en realidad un monasterio de monjes benedictinos que acepta peregrinos de retiro espiritual. Es el único edificio que encontraréis en lo alto de una colina si dejáis Livorno atrás en dirección sur. Otto puede darme la razón.

—No me imagino al tío Ludovic encerrado en un sitio como ese —comentó Sylvain—. Podría combustionar si pusiera un pie dentro.

—Ciertamente, pero ha sido listo. Sabe que ése es el único lugar donde puede esconderse de mí y donde no permitirán que yo vaya a por él. Está bajo el amparo de la Iglesia —respondió Charles, pensativo—. Bueno, esto ha sido más rápido de lo que creía. Gracias por vuestra colaboración, Luchetti. Ya tengo algo con lo que entretenerme.

—¿Vais a atormentar a ese pobre diablo? —inquirió Taggart con curiosidad.

—Claro. ¿Por qué la pregunta?

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora