20. La reina azul

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«No sé cómo andarán las cosas por Italia, pero aquí en París el infierno empieza a cocerse. El otro día mataron a unos amigos de mi padre en la plaza, ahorcados. Tampoco sé si el resto de Francia es consciente de lo que está pasando, pero me temo que la revolución está al caer. Estamos en 1788 y parece que viviéramos en el siglo pasado aunque, realmente, apenas noto la diferencia. Lo peor de todo es que estos hechos tan abrumadores acaban contándose como el que va a comprar en pan por las mañanas. Son un habitual demasiado escalofriante y terrorífico.

Mientras tanto, Robespierre sigue con cabeza de oro y pies de barro. No he tenido ocasión de hablar con él todavía, pero tiene un algo que encandila a quienes le rodean. Tiene una personalidad fuerte, un carácter inexpugnable, sin lugar a dudas. Es el tipo de hombre que hace falta entre las líneas, dispuesto y perfectamente capaz de abolir toda una historia de represión y carestía.

Mi madre ya no recibe pedidos, y mi padre yace con fiebres delirantes en la cama. El médico dice que se trata de una gripe, pero temo profundamente por su vida. A veces pierde la conciencia durante unos minutos, y me da pánico el comprobar si respira o no. Tan relajado está en su trance que apenas se mueve su pecho al inhalar y exhalar aire. Reza, pues, para que tu Dios lo salve de la mala vida que ha llevado, si todavía sigue escuchándote en tus plegarias. Creo que yo ya no existo para él. Algo muy malo debo de haber hecho como para ser ignorado de esta forma, pero no quiero sermones.

Espero que las cosas vayan bien por allí, Sylvain. Cuídate.»

Sylvain giró la carta en silencio. Un pequeño pellizco sostenía su corazón en vilo cuando, en busca de alguna línea más, no encontró nada. Una ligera sensación de frialdad lo invadió y, forzando una sonrisa, plegó el papel con cuidado. Lo que venía temiendo desde hacía un mes cobraba forma, pero él se negaba a querer creerlo.

La extensión de las cartas era cada vez más breve, y la mayor parte del contenido hablaba únicamente de París. Entendía, por supuesto, lo que movía a Jacques cuando le relataba lo que allí ocurría. A él también le preocupaba que su tierra saltase por los aires y sufría en la distancia por ella, pero echaba de menos la dedicación que había dejado de observar en sus escritos. Apenas preguntaba por él, y la fogosidad que impregnaba las primeras cartas había comenzado a reducirse poco a poco. Tal vez, pensó Sylvain, era algo normal. Temió de pronto, sin embargo, que después de tantos meses Jacques hubiera comenzado a olvidarle, pero no. No se trataba de eso. Simplemente las circunstancias lo empujaban a preocuparse por su París, de cuyo despertar había tomado parte concienzudamente.

—¿Va todo bien, señor? —inquirió Chrystelle.

Sylvain dejó que el aire matutino revolviese sus oscuros cabellos. Se paró en un pequeño rellano del camino para que el sol tostase su pálido rostro, cerrando los ojos. Le resultó más agradable que de costumbre, pues notaba sus mejillas arder saludablemente.

—Todo va bien —Sylvain sonrió brevemente—. Gracias por entregármela.

—Es mi deber, pero la tristeza en vuestros ojos me hace dudar de vuestras palabras.

Observándola por unos instantes, Sylvain supo que no merecía la pena mentirle ni ocultarle nada. Estuvo tentado de describirle la montaña de temores que comenzaba a erigirse en su pecho, pero no lo hizo.

—Estoy bien, no te preocupes. Simplemente le echo de menos.

Con un leve asentimiento de cabeza, Chrystelle avanzó unos pasos hacia él. Colocó una mano en su hombro, esbozando una sonrisa tan cálida como aquel sol.

—Con un poco suerte, si la situación mejora de aquí a unas semanas, tal vez podáis hacerle una visita y regresar a París.

—No creo que eso llegue a pasar, Chrystelle —suspiró con lentitud—. Marcharme supondría acabar con mi madre definitivamente, si es que acaso no lo he hecho ya.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora